miércoles, 7 de diciembre de 2022

Los alegres funerales de Alik, de Liudmila Ulítskaya

 



"¿Qué es lo que había en el de excepcional? ¿Quería a todo el mundo? ¿En qué consistía ese amor? ¿Era un buen pintor? ¿Y qué significaba eso en los tiempos presentes? Si no compraban sus obras es que no era bueno... Su arte era la vida. Había vivido de una forma artística".


Una tropa de exiliados rusos en Nueva York se reúne en el taller donde Alik sobrevive gracias a las aportaciones mensuales de sus amigos para despedirle. Una tipología de individuos tan extravagantes como entusiastas con ganas de enderezarle las pestañas a la vida. En diferentes épocas han ido abandonando la senescente Rusia soviética con la idea de que América les dé lo que desean. Pobres y desesperados pero con afán de vivir. Alik, un pintor sin éxito, lleno de deudas, mujeriego y vitalista, concilia sus deseos y enemistades, sus esperanzas frustradas. Alik, era como si hubiese reconstruido Rusia a su alrededor. Pero hacía mucho tiempo que esa Rusia no existía. Ni siquiera podía saberse si había existido alguna vez... Los alegres funerales de Alik no cuenta una historia que serpee a lo largo de las páginas sino una gavilla de relatos, breves pero densos en significado, una novela coral, con muchos personajes, con un capítulo dedicado a los más significativos donde relatan su particular historia. Ninguno se desvincula del todo de la Rusia que dejaron atrás, pero todos viven con pasión el fulgor de América.


En cada capítulo un personaje marca el ritmo de la escritura, cada uno con un rasgo peculiar, idiodincrásico. A Irina, el primero y breve amor de Alik, la descubrimos haciendo equilibrios en el reborde de un tejado de hojalata moscovita, en la calle Afanasiev, alzada sobre botellas de vodka. A la italiana Gioia, de una familia romana tan antigua que hasta el propio Tácito la citaba, leyéndole a Alik la Divina comedia. De Arkasha Libin, de frente ancha y boca muy pequeña, nos enteramos que le gustan las mujeres feas y delgadas. Tee-shirt es la hija adolescente de Alik e Irina. Conocemos a Bergman y a Firma. De Nina, la humilde esposa que bebe vodka en exceso, que le pide a Alik que antes de morir se bautice en la Iglesia ortodoxa. Así llegamos hasta el gordo Liova Gotlieb, uno de los muchos ‘caballos que había montado Irina’. Ambos daban satisfacción al deseo a través de la irritación: Liova estaba hasta la coronilla de sus deberes conyugales con una esposa eternamente fatigada, a la que trataba en vano de extraer la música de Irina, que en ella no resonaba nunca, por mucho que la zarandeara. Liova ha de buscar a un rabino para contrarrestar al sacerdote ortodoxo. Menashe, el rabino, está sorprendido de la impudicia general que reina en América. Para Viktor, el sacerdote, “los no creyentes no existen prácticamente. Es una especie de estereotipo psicológico que probablemente ha traído usted de Rusia. Le aseguro que los no creyentes no existen. Sobre todo entre los creadores. El contenido de la fe es variado, y cuanto más elevado es el intelecto, más compleja es la forma de la fe”. El rabino Menashe le explica a Alik que ha de escoger entre ser nadie, ser judío o bautizarse cristiano, que a mi parecer es como coger las migajas que han caído de la mesa de los judíos. Sin embargo, si hablamos con toda franqueza, la idea cristiana del sacrificio de Cristo, considerado como la hipóstasis del Altísimo, ¿no es la victoria más grande de los paganos?


Como en las buenas novelas, parte de su valía está en la zona sumergida, la que no aparece transcrita, lo que no se cuenta. Así sucede en el capítulo dedicado a Menashe, que roza la perfección. Me muero de ganas, mientras leo, de saber de qué están conversando Liova, el sacerdote ortodoxo y el rabino, después de que Valentina se acerque con tres vasos de cartón llenos de vodka: Los tres bebieron amistosamente y al cabo de un instante sus frentes se aproximaron; poco después asentían con la barba, movían la cabeza y gesticulaban. Solo se me concede el remate de la conversación, a modo de estrambote bufonesco, en el capítulo siguiente, cuando los tres ya están en la calle, a cuenta de un malentendido sobre la cuestión judía, ríen de un chiste del que no me entero.


No hay en el libro una palabra que sobre. Las frases están tan cuidadas que a menudo leo dos veces por pura satisfacción. En el capítulo nueve, Valentina, una rusa de veintisiete años, bajita y regordeta, de carácter tan apacible que perdona al hombre que ama en Rusia, un disidente famoso, considerado persona de una honradez y un valor irreprochables, por su insaciable e indiscriminada sed de mujeres: Al parecer, había establecido una línea de separación entre las mitades superior e inferior de su ser: si la superior era de una excelente calidad, la inferior estaba seriamente dañada. Valentina había encontrado un sustituto en un delicado estudiante americano en Rusia, Mickey. Valentina había puesto las delicadas palmas de Mickey sobre sus hermosos pezones, y sin demasiado esfuerzo había perpetrado contra él una violación que, por lo demás, le había proporcionado una satisfacción completa. Se casaron con la promesa de reencontrarse en Nueva York, aún habiendo escuchado ‘su abrumada confesión sobre la imposibilidad de luchar contra su propia naturaleza’. Al llegar al aeropuerto, en 1981, Mickey, naturalmente no estaba esperándola.


Valentina, como tantos, acaba en el taller de Alik. La segunda parte de ese capítulo reconstruye la música de Poeta en Nueva York de Lorca con los timbres de Gerhwin: Valentina y Alik pasean de noche por los muelles y tugurios, por el mercado de pescados y las salidas del metro y se hacen amantes, tras saber que Mickey se había liado con un profesor español especializado en Lorca.


En otro capítulo, mientras la gente se aprieta alrededor de la tele para ver qué sucede con el golpe contra Gorvachov: En la televisión se sucedían los fragmentos sueltos de un telediario. Apareció un comité estatal de emergencia, que no parecía compuesto por personas sino por desechos humanos, todos con una pronunciación defectuosa; la vileza destacaba en sus rostros como una dentadura mal ajustada, Alik conversa con su hija, Tee-shirt, sobre si preferir America, Europa o Rusia, concluyendo que, mientras el país en el que ahora viven se había consagrado a una única misión: librar al hombre del sufrimiento a cualquier precio, Rusia lo valoraba, incluso había convertido el sufrimiento en alimento.

Un personaje une 'Soniechka' con 'Los alegres funerales de Alik' (1997), la figura del pintor. La forma que tiene Ulítskaya de hablar de sí misma y de su lugar en el mundo es a través de las sensaciones que llegan por los sentidos. Lo que hace el pintor con los pinceles lo hace Ulítskaya con las palabras. Si como defiende Javier Gomá, “No hay en el mundo felicidad comparable a la de irse a descansar con la clara conciencia de haber arrebatado a la nada un buen párrafo”, Alik encontró en la prosa de Liudmila Ulítskaya, los mejores párrafos para despedirse del mundo: Durante toda su vida había perseguido los milagros de la forma y del color, pero ahora sabía que no había nada mejor en la vida que aquellas extravagantes charlas de sobremesa unidas por el vino la alegría y el buen ambiente del taller.


Los alegres funerales de Alik es un canto a la vida, una danza más bien, como en aquellos retablos medievales donde con un fondo de desolación los que sobreviven bailan sobre los cadáveres, haciéndole una peineta a la muerte. Así lo hace Liudmila Ulitskaya en el primer cuadro y en el último de su novela, y así los músicos paraguayos que aparecen con Alik yacente tocando una danza de la muerte.


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