Hay muchas películas con la guerra de fondo pero no tantas antibélicas. Todo el mundo recuerda la famosa película de Kubrick, en exceso cerebral, abstracta. El cine es un arte que juega con las emociones. Es el medio adecuado para provocar un sentimiento antiguerra, que ponga en juego al mismo tiempo el cuerpo y la mente, lo visceral y lo racional, que haga inasumible, insoportable la idea de que la guerra es un instrumento humano para dirimir cuestiones. Visceral porque nos repugne y racional porque asumamos que la práctica de la guerra ha de quedar relegada al sótano de la inhumanidad. ¿Quien hoy podría sostener como práctica humana el canibalismo?
Hay dos películas recientes que ayudan aunque no tanto como Sin novedad en el frente. 1917 y Testamento de juventud. Las dos con la Primera Guerra Mundial de fondo. 1917 toma la guerra como telón de fondo para una exhibición de técnica cinematográfica. Una magnífica película en la que predomina la voluntad estética del director. Testamento de juventud basada en el libro autobiográfico de Vera Brittain es una película bonita para ser antibelicista. La cámara desde el primer plano se enamora de Alicia Vikander y no la abandona hasta el último.
Testamento de juventud toma el título del primer libro de memorias que escribió Vera Brittain. Vera Brittain tenía claro desde el comienzo que quería ser escritora y protagonizar la historia que estaba pasando ante sus ojos. De hecho escribió cinco libros con la palabra 'testamento' en el título, reflejo de su voluntad de protagonismo. En eso se parece a la reciente Nobel Annie Ernaux que hace de su vida el tema de su obra. Pero mientras que para Annie Ernaux la época escribe en nuestro cuerpo sus determinaciones transformándonos hasta el desgarro, la voluntad de Brittain era tomar las bridas y montarla a caballo para contarla en primera persona.
Solo he leído su primer 'testamento', que abarca de 1913 a 1925. Su obra y su vida se completa con 29 libros, pero Testamento de juventud es su obra más memorable. La experiencia de la guerra fue brutal: en la flor de la vida, a los 20 años, murieron Edward, su hermano, su prometido Roland y dos amigos más. Tardó 17 años en dar con la voz de escritora. El libro se publicó en 1933. Quiso hacer primero una novela, luego publicar los diarios y las cartas donde reflejaba sus vaivenes emocionales, pero sólo cuando convirtió la experiencia en narración en primera persona dio con la voz que necesitaba para dotar de emoción sus reflexiones feministas y antibélicas. En la primera parte, narra, en la época en que las mujeres se organizaban para ponerse a la altura de los hombres, sus comienzos de hija rebelde de un fabricante por su voluntad de ingresar en Oxford y tener las mismas oportunidades intelectuales que tenían su hermano y Roland, el amigo de su hermano de quien se enamora. Un proyecto vital que solo podía iniciarse en la élite de familias ricas y cultas. El proyecto queda truncado por la guerra. Una guerra, narrada en la segunda parte, por cierto donde quienes mueren son los hombres. Tal el caso de su hermano, de Roland y de los dos amigos. Con Roland se había tratado durante unos pocos días, pero habían prometido casarse. La mayor parte de su relación discurrió a través de las cartas, llenas de poemas, alguno realmente notable, que se enviaban. Una relación idealizada que duró toda su vida. Uno de los momentos más emotivos es cuando Vera, en la navidad de 1915, espera la llamada de Roland para anunciarle su llegada, pero la que recibe es la que le dice que Roland acaba de morir en el frente. Vera, impulsada por el idealismo juvenil, y la falta de conciencia de qué pueda ser la guerra, se enrola como enfermera tras las líneas del frente. Si al principio había animado a su hermano a participar en la guerra, es entonces, cuando llegan los mutilados y los muertos a su hospital, cuando toma conciencia de la barbarie. Así como tantos intelectuales británicos de la época, se convertirá en antibelicista. El activismo de la élite, con el filósofo Bertrand Russell a la cabeza, no fue suficiente, sin embargo, para impedir la más brutal carnicería en la Segunda Guerra mundial.
En la novela entendemos las motivaciones, el contexto, una descripción del paisaje moral de la época. La película, más pendiente de la belleza de Alicia Vikander que de la peripecia de Vera Brittain, no da cuenta de lo esencial.
Los filósofos se preguntan cuál es el mal absoluto. No es la muerte natural desde luego porque no hay un agente que la provoque, es un hecho dado contra el que podemos sublevarnos y pugnar por retrasarla con la idea de que alguna vez podamos acabar con ella. Es la guerra el mal absoluto, porque depende de la voluntad de los hombres. No desde luego de quienes combaten porque no les queda otra, porque les matan, invaden y destruyen sus casas y eliminan sus medios de vida. Qué van a hacer sino repeler al agresor. Si el don de la vida es lo más cercano a la idea de bien absoluto, matar con voluntad de hacerlo es el mal absoluto.
Si no tenemos una experiencia directa de los dramas humanos, olvidamos. Ucrania está lejos en el espacio como la Guerra civil y la Segunda Guerra Mundial lo están en el tiempo. En realidad no es así, son distancias mentales que tratan de apartarnos del insoportable horror.
Por el largo camino blanco,
paseamos entre las grises colinas y el brezo,
donde el chorlito leonado
lanza su reclamo.
Eras castaña y suave, igual que el pardillo;
tu pelo díscolo había atrapado haces de luz,
y abril entero brillaba
en tu mirada.
Con tu voz dorada de llanto y risa suave
preguntaste: «¿Hay algo
después de la vida,
cuando la vida pasa?
¿Qué es Dios, y todo por lo que luchamos?».
Dulce escéptica, nacimos para vivir.
La vida es amor, y el amor…
eres tú.
Roland Leighton. (“un poema -uno de los poquísimos que no tiró a la papelera- que tituló «Nachklang», fechado el 19 de abril de 1914").
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