Sienta bien de vez en cuando olvidarse de que este es un planeta habitado por humanos.
Junto al bar de la estación, en las mesas de la terraza, un montón de móviles destellan iluminando el lento amanecer. Sobre las vías un tono anaranjado mancha el horizonte.
Una densa bola de fuego emerge por detrás del aeropuerto.
En el vagón, jóvenes pantallas reflectantes y ojos absorbidos.
Después de tantos años esta ciudad que he pateado como ninguna es tan mía como la de quienes se la apropian como si la hubiesen heredado en su código genético. Cada uno, todos los que van llegando se la apropian a su modo. Poco a poco o bruscamente, quién sabe, la irán triturando hasta caer en fina capa de polvo sucio.
Largas estelas blancas se van deshaciendo y tonos anaranjados van tentando las zonas oscuras que se reflejan fantasmagóricas en las cristaleras de los edificios modernos.
Puedes abstraer la panorámica que se refleja ante tus ojos y ver tan solo puntos en movimiento que irradian desde la estación como un abanico de colores apagados en todas las direcciones. Estelas blancas y pasos agitados. O pones el oído en los ruidos difusos que raramente toman forma: motores idiomas músicas voces, más una densa e inidentificable gama de olores que pasan ante tu nariz como precursores de un mundo que desconoces. Y qué decir del tacto disminuido constreñido recluido en la mayor de las prohibiciones: no tocar.
Cualquiera que liberase uno solo de sus sentidos, lo dejase circular y le prestaste atención sería un artista. Pues el arte no es más que ofrecerse al mundo y dejar que el mundo te penetre y te cuente alguno de sus secretos a los que la humanidad está cegada por un cisma que dura miles de años.
Una humanidad indiferenciada como rebaño conducido al matadero espera a que se abran las puertas, cada uno con una vida separada, llena de aventura y fracasos, con momentos de fulgor y desgracia, aunque en este instante, que se prolonga más allá de lo que la dignidad debiera tolerar, nadie lo diría, nadie diría que en cada uno hay una vida que merece ser contada. Aunque ya se sabe que "los hechos de la vida siempre se vuelven más complejos y oscuros, más ambiguos y equívocos, o sea, tal y como verdaderamente son, cuando uno los escribe" (en cita de Sciascia que hoy trae Vila-Matas en el periódico), pero en este instante de atropello y de espera no hay hechos ni personas solo rebaño.
No individualices, hoy no, nada debe apartarte del plano general, ni siquiera esa chica que se sorbe los mocos entre lágrimas, tras hablar con su móvil, entre otras cosas porque para ella nada es irremediable, las tragedias verdaderas no se viven con lágrimas.
Una excepción. Un incompetente sin rostro, un Dunning–Kruger, colocado ahí por amistad, ha decidido desde los años pandémicos que trenes de distintas horas con destinos diferentes pueden juntarse en una única hilera, con 30 vagones en lugar de 10, suprimiendo frecuencias, y separarse más adelante (30 es el tope, me confirma el revisor, porque más no entrarían en una estación), un hombre que cuando habla en público dice: humanidad progreso respeto resiliencia y economía circular, eso dice, economía circular.
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