Amanecemos con la noticia de que Nancy Pelosi visita Ereván. Veo un vídeo con la comitiva avanzando por la avenida principal llena a ambos lados de banderas americanas. Ante la imposibilidad de que el protector ruso, ocupado en tareas más serias, pueda defender las fronteras de este pequeño país a lo que le obliga un tratado, los americanos se ofrecen como recambio. Pura retórica geopolítica que no solucionará este conflicto secular.
Cuando los armenios quieren explicarse les resulta inevitable hablar de la Armenia histórica y de la Armenia actual. En sus delirios históricos su país tenía 300.000 kilómetros cuadrados, actualmente no llega a los 30.000, repartido hoy entre Georgia, Azerbaiyán, Turquía e Irán. Lo mismo sucede con sus habitantes, 3 millones en el país y 10 millones en el exterior, probablemente la mayor diáspora del mundo.
Más que sentimiento de pérdida, el suyo es un sentimiento de desposesión, de robo. El lago Van es el mayor de Turquía, y el lago Urmía el segundo en Irán, sólo les queda el Seván. Cada día ven el monte Ararat, lo tienen a tiro de piedra pero está en Turquía. Sus empresas sus vinos sus productos más señalados llevan el nombre de Ararat. Los turcos les dicen que la montaña es suya; los armenios les contestan que el nombre no se lo puede quitar. Pero no solo sienten la pérdida, lo más doloroso es que el mundo no les considere víctimas de una irreparable tragedia. El genocidio armenio, a manos turcas a principios del siglo xx, el primero de la historia, ha forjado su carácter y las incómodas relaciones con sus vecinos.
Sí cualquier nación es una ficción sostenida en el tiempo por sus habitantes para mantener una vida en común mediante reglas consensuadas a las que llamamos Estado, Armenia es un buque anclado en un paso estrecho entre fieros contendientes, encajonada en las tierras altas, entre el Mar Negro y el Caspio, entre las montañas del Cáucaso y las Zangezur. A esa ficción se suelen referir como Hayastan, el otro nombre de Armenia. Rodeada de enemigos implacables que la han despedazado a lo largo de la historia, cristiana en medio de un mar musulmán, geográficamente asiática pero de espíritu europeo, Armenia ha necesitado una fe rocosa para mantenerse a flote. Como toda fe está construida con los materiales que aporta el viento del pasado: hubo un rey Tigranes que fijó las exactas fronteras del Reino de Armenia, en el siglo I aC; en el año 301 Armenia abandonó las creencias zoroastrianas y mitraicas para convertirse en el primer estado cristiano, como único es su alfabeto, creado por Mesrop Mashtots en el 405 AD. Los poderosos imperios otomano y persa separaron para siempre a Armenia en dos mitades, la oriental y la occidental. Por esa herida supura el victimismo armenio. Más que ninguna otra nación, más incluso que la nación hebrea, los armenios pertenecen al pasado, un pasado irredimible y lleno de espanto. La parte occidental, la más grande, sobre la que señorea el Ararat y se extiende el gran lago Van, desde el siglo XVI sigue siendo turca, el lugar del primer genocidio de la historia: un millón y medio de armenios que vivían en sus tierras ancestrales fueron exterminados. La mayor parte de armenios se desperdigaron por el mundo. La diáspora armenia tiene fama de ser la más numerosa y la más fiel a sus raíces. Cada año entre todos conciben un proyecto de mejora del país, lo financian y lo realizan.
La Armenia oriental tuvo más suerte, aunque no en el pasado. Fue pasando por los sucesivos imperios persas hasta ser conquistada por el imperio de los zares en el XIX. Si el horror genocida se asocia al nacionalismo de los jóvenes turcos de Ataturk, el horror del pasado se relaciona con las masacres de los mongoles y los reasentamientos de las masas armenias, la destrucción de iglesias y frescos por los safávidas de Abbás I, en contraste con la relativa autonomía en que vivían en la parte occidental bajo los otomanos, hasta finales del siglo XIX, cuando las tornas cambiaron y comenzaron las masacres (masacres de Hamidian). Hubo un momento en que el sueño armenio pareció materializarse: 20 de agosto de 1920. Tras el fin de la primera Guerra mundial y del Imperio otomano, el Tratado de Sèvres, promovido por el presidente Wilson, prometía la existencia de una República Armenia, uniendo los antiguos territorios occidentales a los orientales. Nunca se materializó. Los nacionalistas turcos invadieron el territorio liberado e hicieron capitular al ejército armenio. Poco después el ejército Rojo ocuparía la parte oriental anexándola a la URSS.
La suerte de la Armenia oriental consistió en que los avatares históricos de Rusia le permitieron soñar con la independencia. Fue brevemente independiente entre 1918 y 1920. La actual República de Armenia se independizó en 1991 durante la disolución de la Unión Soviética. Un estado un poco más grande que la provincia de Badajoz pero tan repleto de historia que no cabe dentro de tan estrecho límite. Así que si uno pone el oído ante un amigo armenio es comprensible que al calor del discurso emerja el irredentismo: no solo la llorada Armenia occidental, Najichevan, el enclave acerí en el lado occidental, también fue armenio, como lo es la disputada tierra de Nagorno-Karabaj, que cada dos por tres produce muertos. Desde la independencia el gran enemigo de Armenia se llama Azerbaiyán, incluso durante el periodo soviético hubo disputas sangrientas. En 1990 tras un progromo, los 200.000 armenios de Bakú huyeron hacia la madre patria. Así comenzó la intermitente guerra con sus vecinos por el Nagorno-Karabaj, conflicto de difícil solución.
Las ficciones para mantenerse han de sustentarse en algún elemento material. Los armenios junto a su idioma único tienen dos elementos tangibles a los que se asoman cada día: el monte Ararat que ven a pocos metros o unos pocos kilómetros desde cualquier parte del país, justo detrás de la frontera turca, y la religión, expresada en un arte que con pocas variaciones se ha mantenido a lo largo de dos milenios. Más del 95 % son cristianos practicantes. Así que no puedes visitar Armenia sin asomarte al Ararat, que en realidad son dos picos, 5.137 metros el más alto, y sin visitar sus iglesias, sin fotografiar sus ubicuas crucespiedra (khachkars) y sin admirar los frescos del Pantocrátor y la Santa María. Uno no puede menos que solidarizarse con los melancólicos armenios y al brindar con ellos por su triste destino soltar una lagrimita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario