Si el tráfico es la arteria principal de la vida, Tbilisi es una ciudad caótica. Seguramente hay un patrón que lo explique. Después de décadas de sumisión a una metrópoli lejana, de siglos de dependencia de imperios foráneos, el impacto de la libertad debe ser difícil de asimilar. Hubo proclamación de independencia en 1991, reafirmación en la Revolución de la Rosas en 2004 y guerra contra un enemigo manifiestamente superior en 2008 con gran coste: la pérdida de dos regiones, Abjasia y Osetia del Sur, para un país pequeño. Las élites, que para mantenerse en el poder han de afinar el relato que dé forma al país, tienen que conjugar la distracción del oso ruso con la ficción de la felicidad europea. Como en el caso de Ucrania, lo tienen difícil para establecer un relato creíble. Se han alternado partidarios de Rusia y promotores del europeísmo en los gobiernos. Mantener el equilibrio es imposible, al menos hasta ahora. El orgullo de pertenencia, tanto para georgianos como para armenios, esta en algún punto del pasado medieval: reyes heroicos y expansivos, una gran Georgia y una gran Armenia. Relatos ficcionales que rehúyen la amenaza del presente. Putin pudo haberse zampado Georgia en un día del 2008. Pero buena parte de las divisas del país provienen de los rusos. Todo el mundo sabe hablar ruso aunque pronto lo olvidarán. Por doquier se ven pintadas con el 'ruskie go home' y 'slava ukraini'. El turismo es ruso y buena parte de las inversiones. Los rusos que huyen de Putin compran casas y negocios o los alquilan. Europa está muy lejos del Cáucaso. Desde que Shevardnadze, antiguo secretario de exteriores de Gorbachov, dejara la presidencia, la mano que agita las figuras que pululan por la ciudad se mueve con los temblores del Parkinson.
El impetuoso Saakashvili, presidente de Georgia durante dos períodos, construyó un relato que pareció fructificar: esta mañana bajó una insidiosa lluvia tenemos ocasión de verificar su consistencia. Durante dos mandatos del 2004 al 2013, antes ejerció de ministro de Shevardnadze, hizo soñar a los georgianos con que Tbilisi podía ser París: la europeización era el contexto perfecto para los negocios. Presidente en 2004, tras la Revolución de las Rosas, Saakashvili se presentó con un gran programa de reformas y lucha contra la corrupción de los clanes mafiosos, cambió la bandera, cambio el himno, y prometió unirse a la Unión Europea y a la OTAN. Para Putin fue un desafío: en 2008 destruyó la naciente aviación georgiana en el aeródromo de Tiflis y entró con los tanques en Osetia del Sur, y a continuación proclamó la independencia de Osetia y Abjazia. Los georgianos parecen haberlo olvidado, instalados en un boom económico que en el 2019, justo antes de la pandemia, llevó a la ciudad a nueve millones de visitantes.
Georgia despedazada |
Recorremos con el bus la ciudad empañada: la plaza de la libertad bajo la columna que soporta el patrón de la ciudad, un San Jorge dorado, punto de referencia en estos días, el río Kura que articula el sueño europeísta: el Puente de la Paz de Foster y los dos grandes tubos que habrían de haber sido el teatro nacional, símbolo del sueño truncado de Saakashvili. Ya a pie de calle, bajo el paraguas, caminamos por los sueños retrospectivos: la hermosa cascada que en la misma ciudad cae sobre el río, en el distrito de Abanotubani, donde todavía se pueden tomar baños sulfúricos, la Catedral Sioni de la Dormición, tan vieja como la basílica Santa Sofía de Constantinopla, destruida y reconstruida muchas veces, el casco viejo abarrotado de restaurantes y boutiques con morosos camareros que no tienen la práctica de servir cafés mañaneros, la fortaleza de Narikala, a la que se asciende por funicular, dominada por la gran estatua de una diosa guerrera virginal más Atenea que la Madre de Georgia.
Ya en la noche, mediante un paseo desenfadado vemos arquitecturas eclécticas, con dominio del barroco vienes junto a verticales fachadas soviéticas en los edificios institucionales y art nouveau en las casas de los nuevos ricos que florecieron a finales del XIX y principios del XX. Un insospechado conjunto de museos bibliotecas palacios e iglesias para una ciudad relativamente pequeña. Apartándonos de la ruidosa arteria principal que conduce al dorado San Jorge, encontramos placitas silenciosas donde se están restaurando hermosos palacetes para convertirlos en apartamentos para jóvenes de la nueva clase media, muchos de ellos rusos tranterrados.
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