Pasamos por el fotogénico enclave de Ananuri pero hoy no pararemos para hacerle fotos. Hoy tocan fotos desde el bus, desde el que prácticamente no salimos porque parece que la mayor parte de los sitios son inaccesibles con lluvia. Este es el día en que guía y chófer se vuelven tarumbas y nos meten por carreteras secundarias que no conducen a ningún sitio, dando una vuelta del demonio para volver adonde estábamos. El paisaje es majestuoso: ríos que arrastran cantos, lagos, montañas verdes, laderas despejadas, picos nevados, así que no protestamos demasiado.
Como alma que lleva el diablo pasamos por Gori la patria chica de Stalin, el hijo del zapatero. Desde el bus vemos la casa museo, de austero estilo soviético, y el vagón de tren que condujo a Stalin a Potsdam en el verano de 1945, con las cortinas intactas. La lluvia me impide fotografiarlos. Irónicamente, en 2008, Gori fue bombardeado por Putin durante la breve y desastrosa guerra que dejó al 20 por ciento del país, aunque no a Gori, bajo control ruso.
“Parece probable que durante las purgas de la década de los treinta, fueran ejecutados más georgianos, proporcionalmente al tamaño del país, que en cualquier otra república. Probablemente debido a la intimidad de Stalin con los líderes georgianos”. (Simon Sebag Montefiore, autor de Young Stalin).
Pensábamos que volveríamos y que podríamos detenernos en este lugar pero conductor y guía iban tan atropellados que no tuvimos ocasión de pisar el lugar donde la naturaleza parió a uno de sus monstruos. Un error imperdonable.
Bajamos y ahora sí caminamos hacia las cascadas de Gveleti, o lugar de serpientes, aunque no vemos ninguna. Un paseo sin más hasta la pared final de un desfiladero con una cascada no muy impresionante, viniendo como yo vengo del salto del Nervión.
Dormimos en una desangelada estación de esquí, Gudauri, a 2.200, a la que llegamos dos horas más tarde.
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