Nos despertamos junto a los geométricos campos de té de Fuman, mujeres cubiertas de arriba abajo con la espalda doblada limpiando las matas, para iniciar otra jornada kilométrica. Orillamos el Caspio desde Fuman hasta Atsara para bordear, luego, parte de la frontera con Azerbaiyán, pueblos de montaña, verdes praderas, la espinosa valla fronteriza: iraníes y aceríes, frente a frente, se miran como bulldogs con los dientes apretados, hasta llegar a Ardebil, ciudad con mayoría acerí, donde queremos ver el mausoleo de Safioddín.
Valla de sepración con Azerbayán |
Es difícil creer que en estos parajes se sucedieran tantos y tan poderosos imperios: los aqueménidas que se las vieron con los griegos, Alejandro y sus sucesores que llegaron hasta el Indo, los medos de Hamadan y los partos que una y otra vez derrotaron a Roma, los islámicos, sufitas y chiíes, los turcos seljúcidas y otomanos, los sasánidas y safávidas que hicieron de Irán tierra de la chía, kdjares y pahlevis, casi todos absorbidos por la cultura irania, profunda en el tiempo, hasta llegar al actual gobierno de los ayatolas, tan estéril como iliberal.
El polvo del oro de la historia es un fino manto en suspensión que cubre ciudades y una capa algo más gruesa sobre la que camina la vida entre desesperanzada y fatal de los actuales arrendatarios de este país. Se ve en el adobe y en los bastos ladrillos de las viviendas, como si los desarrapados diesen cada día una bofetada al cadáver de Ciro y al de Darío, una réplica ritual inversa a la del califa Zadig abofeteando la cabeza separada del cuerpo de Hussein, el primer hombre santo de este país, cuando sus esbirros se la trajeron tras su sacrificio en Kerbala, el legítimo heredero del legado espiritual del Profeta.
Antes de llegar a Ardebil el bus tiene una avería. Bajamos y observamos con curiosidad a chóferes y a los mecánicos que llegan cómo trastean bajo el chásis, bajo el rudo sol de la meseta desarbolada. Más de una hora después llega un viejo vehículo destartalado, ruidoso y sin aire que nos enfríe. Ya en Ardebil, comemos lo de siempre, sopa y arroz acompañado con un tomate asado y una tira de cordero. Dedicamos la tardea al mausoleo del abuelo de Ismail, fundador de la dinastía safávida, considerado uno de los más logrados ejemplos de sepulcro islámico de Irán y de la arquitectura safaví, por su exquisita ornamentación cerámica, un festín de colores y geometrías, patrimonio de la Unesco. Data de entre el XVI y el XVIII, y es más santuario que mausoleo, no el lugar de un sepulcro, sino un complejo de muchos usos: biblioteca, oratorio, escuela, cisterna, sanatorio y mucho más. Además del sepulcro del abuelo sufí, Safioddín o Safi al Din, el del nieto, el sah Ismael I, fundador del Imperio Safávida, que también se hizo enterrar aquí.
Ardebil era una de las ciudades de la ruta de la seda, conocida por la producción de alfombras y seda. Algo de eso queda en el bazar. Situado a ambos lados de la calle Imán Jomeiní, consta de los elementos tradicionales de los bazares: galerías comerciales, caravasares, baños públicos y mezquita. Los primeros testimonios de viajeros que visitaron el bazar de Ardebil son de los geógrafos del siglo X.
La tarde ya estaba echada al salir del bazar de Ardebil. Seguimos hacia Sarein. En Sarein algunos tuvieron humor para ir a los baños públicos. Yo llego cansado, no tengo fiebre, pero aún así.
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