Alamut, bestsellers, novelas, películas y documentales, series, hasta Umberto Eco la describe en El péndulo de Foucault. Una leyenda de éxito. Había que ir. Para llegar se necesita mucha paciencia y resistencia. Cuatro horas para llegar y otras cuatro para volver, si no hay tráfico. Subidas y bajadas por los montes Elburz, en furgos por carreteras estrechas, no demasiado bacheadas, curvas y cambios de rasante, que te dejan machacado al final de la jornada, hasta el punto de preguntarte si merecía la pena. Me toca un asiento delantero en el que no calzo bien, me resbalo, no encuentro punto de apoyo, incómodo todo el viaje.
Cada día paramos a media mañana en alguna pequeña población donde siempre hay tiendas a un lado y otro de la carretera. Té con pastas, fruta, frutos secos, fruslerías. Con Ana y Teresa, a veces Anna, buscamos donde nos hagan un café expreso. Suele haberlos, a precio europeo. Avanzamos por paisajes desolados, con ocres, pardos y ajados amarillos; uno diría que solo alacranes y víboras pueden habitarlo. La intensa luz apenas permite los contrastes, ni los manchurrones blancuzcos de las nubes sirven para paliar la luz extrema. De vez en cuando tras un cambio de rasante aparece una mancha verde, un pequeño valle, regado por un río, y un pueblo entre inverosímiles árboles.
Alamut es 'nido del águila'. Entre 1090-1256, durante el estado Nizarí Ismaili, se construyó la más famosa de las fortalezas iraníes, al sur del Caspio, cerca de un valle fértil. Se creía inexpugnable a cualquier ataque militar y era legendaria por sus jardines, biblioteca y laboratorios donde filósofos, científicos y teólogos podían debatir con libertad intelectual, o eso dicen. Sobrevivió hasta que llegaron los mongoles, quienes fieles a su fama la desmantelaron, destruyendo su afamada biblioteca.
Aquí resistió un movimiento de guerrilleros chiíta contra los gobernantes selyúcidas sunitas. El líder, Hassan-i Sabba, se escondía en Qazvin hasta que, perseguido, subió a Alamut. Por eso se conoce también como fortaleza de Hassan.
La fortaleza: está la pindia subida, los escalones, la pequeña meseta de la cima, la excavación protegida por un toldo metálico, están las vistas, y está la decepción reflejada en los rostros. Si del día de Alamut hemos de retener algo es la comida en las mesas corridas de un restaurante casero, bajo un emparrado de ramas por el que se cuela la luz dibujando sombras en los tapetes, un oasis en el cegador y cansado día. La comida es sencilla, arroz con trozos de carne, cervezas sin alcohol, plátanos, la conversación pausada, un poema de Toyi y unas jotas aragonesas a las que tan aficionados son Ángel y Chema, a las que puso letra el añorado Labordeta. Lleva el restaurante un hombre viejo y afable, taxista en sus ratos libres, con su jovencísimo nieto. Lo peor, que había que hacer el viaje de vuelta.
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