jueves, 8 de septiembre de 2022

03. Hamedán – Anahita – Kermansah – Behistún - Taq-e Bostan

 


Como renqueando entre la bruma y la calima exterior, el bus atraviesa los Zagros y entra en la tierra de los kurdos. En la falda sureste, anunciando la llanura, aparece de pronto, Asadabad, un remolino de cubos blancuzcos. En la misma dirección una hilera de coches con pasajeros de riguroso negro avanza hacia Kerbala. Aquí tuvo lugar una de las primeras masacres documentadas de la historia, la de los medos por los asirios de Sargón II, iniciando una costumbre atroz que repetirían los conquistadores que siguieron: erradicar toda vida, sembrar los campos de sal en toda ciudad que no se rindiese de inmediato. No conmemoran esa masacre los peregrinos motorizados sino la muerte del tercer imam chií, Husein, en Kerbala, al otro lado de la frontera, en Iraq. Estamos en el mes de Muharram, el primer mes del calendario islámico.


En Kangavar, el Templo del Agua de Anahita, una excavación tan tardía como 1968, cuyo origen está en disputa entre arqueólogos. Las escaleras monumentales por las que subimos pueden ser muestra de un palacio aqueménida. Anahita era venerada en el Irán preislámico como la divinidad de "las Aguas" y asociada con la fertilidad y la abundancia, la curación y la sabiduría, la que nutre los cultivos y los rebaños. Equivalente, entre otras deidades de la zona, a la mesopotámica Ishtar, la Artemisa griega o la Cibeles romana. En el periodo parto se celebraba un festival dedicado a la flor de loto, símbolo de la diosa, en el sexto día de julio, el momento de la floración de las flores de loto al comienzo del verano.



Ante nosotros, una gran estructura. De un cúmulo de grandes y gruesas piedras emergen columnas jónicas de dos metros y medio de altura asentadas sobre una alta plataforma de piedra de más de 200 m de largo sobre la que imaginamos el estanque que era el centro del templo y que distribuía las aguas en canales, imagen del Río Celestial zoroastriano que surte de agua a los ríos y arroyos que fluyen en la tierra. En el espejo del estanque se reflejaban los símbolos de la diosa, como el toro. Sobre las ruinas de este lugar sagrado se alzaron cultos posteriores, un templo del fuego mazdeísta y, sobre este, un feo mausoleo islámico, aún en pie.




Seguimos a la inversa la ruta real de Darío, que llevaba de Babilonia a Ecbatana. Queremos llegar a Kermanshah, a la montaña de Behistún (o Bāgastana, El lugar de Dios), donde permanece el más famoso documento en piedra de la historia persa, el que da cuenta de que Darío I, el tercer rey aqueménida, existió. El relieve lo hemos visto mil veces en los libros de historia. Era la ocasión de verlo in situ. Qué decepción. No hay manera de verlo de cerca. El relieve y la inscripción de 15 metros de alto por 25 de ancho, a 100 metros por encima de un acantilado, están tapados por un andamio, solo visible a distancia. Se cumple la voluntad de Darío, tras su finalización las laderas fueron derrumbadas para hacer la inscripción perdurable. El documento fue crucial para descifrar la escritura cuneiforme ya que incluye tres versiones en idiomas de base cuneiforme: persa antiguo, elamita y la variedad babilónica del acadio. La inscripción de Behistun es para la escritura cuneiforme lo que la Piedra de Rosetta para los jeroglíficos egipcios, crucial para descifrar un antiguo sistema de escritura. Exalta a Darío y a la vez muestra su barbarie: un Darío de tamaño natural sostiene un arco como señal de su realeza, el pie izquierdo sobre el pecho de una figura acostada, el mago Gaumāta, quien, según Dario, era un impostor. A la izquierda dos sirvientes y a la derecha, nueve figuras de un metro, con las manos atadas y una soga al cuello, representan a los pueblos conquistados. La montaña de Behistún es un libro de historia; cada dinastía posterior dejó aquí recado de sus glorias y barbaries: un Hércules yacente seléucida, un relieve parto con escenas del culto al fuego, un puente sasánida, restos de un edificio mongol, ruinas de un caravasazar del XVII y fortificaciones del reinado del sah Nader del XVIII. Los bárbaros modernos destruyen las estatuas y monumentos que no les gustan con la intención de que solo reluzca su verdad.



En este país árido y falto de vegetación el agua es un tesoro del que se hace ostentación. De los acuíferos que se nutren de las montañas emergen estanques, canales y fuentes. En el restaurante donde nos ofrecen comida tradicional, arroz con salsa y trocitos de carne, un curso de agua entre coloreados azulejos parte en dos el salón de comidas. Luego, para completar las páginas de historia, nos acercamos a otro importante relieve, los relieves sasánidas de Taq-e Bostan (o "Arco hecho de piedra), del siglo IV, en la misma provincia de Kermanshah. Esculpidos sobre un acantilado del que brotan manantiales que llenan el estanque cercano. En él se reflejan los relieves que muestran el poder, la gloria, el honor y la inmensidad de la corte de los sah Ardashir y Sapor.



Volvemos a Hamadán. La gente, los jóvenes se ofrecen amistosos a informarnos, para practicar su inglés. Una chica nos invita a cenar a su casa. Declinamos. Qué íbamos a hacer. Ya de noche, descubrimos la planta radial de la ciudad. De la gran plaza circular del imán Jomeini parten seis avenidas, coronada cada una con dos cúpulas, que celebran a los doce imanes del islam chií, el llamado chiísmo duodecimano, un espacio abierto, luminoso, en contraste con otra plaza cercana, más pequeña, donde un insípido monumento ofrece memoria al gran Avicena que murió en esta ciudad, el médico de Noah Gordon, quien realizara la primera cirugía que se sepa, una extirpación de apéndice, aunque no fue aquí, en Hamadán, sino en Isfahan. Cenamos en un restaurante popular, una bandeja bien presentada de arroz con pollo e indefinido pescado, por tres euros.




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