Salimos de Teherán, una ladera al pie de los montes Elburz. Un manto de polvo, entre la contaminación y las partículas que vienen del desierto, cubre la ciudad. Alguien apunta que Teherán es tan grande como Tokyo y tan sucia como Katmandú. Ninguna de las dos cosas son ciertas, ni tan poblada ni tan ruidosa, pero no es un lugar para quedarse aunque tanta gente viva aquí.
Durante kilómetros a un lado y otro de la autopista que nos lleva hacia el noroeste, se extienden hectáreas y hectáreas de zonas ocres y amarillentas sin cultivar, margas y arcillas, al sur de las sierras desarboladas de los montes Elburz. Más adelante se ven tierras parceladas, con rastrojos o aradas. En otra época del año en su lugar habrá una alfombra verde, ahora se diría que ni los animales salvajes podrían vivir aquí. De vez en cuando tras un cerro pelado aparece una casa humilde de dos pisos y, en la fachada, toldos extendidos para crear sombra, o una aldea con unos pocos árboles. Los cereales no pueden ser muy productivos, alguna parcela de alfalfa, cabras y las pocas ovejas que den el fruto del cordero para la pascua. Vemos palomares, la necesaria palomina como fertilizante, y algunos tristes rebaños que se mueven al ritmo de la calima y la sed. ¿Dónde están los tomates y pepinos, la berenjena y el maíz de las ensaladas que nos ofrecen, la huerta que acredita la habilidad secular de los persas para el regadío? ¿No fueron los persas quienes lo inventaron? Las hay sin duda bajo las sierras del Elburz, junto a Teherán, o bajo los Zagros, junto a Shiraz, la ciudad de los poetas, un vergel con cítricos y kiwis y maíz. Si parásemos y acechásemos en silencio veríamos codornices y chacales y zorros.
A la entrada de Hamadán, a 1850 m de altitud, la antigua capital de los medos, un león desdibujado sobre un pedestal recuerda al visitante que Alejandro quería que recordases que su muy amigo, el general Hefestión, había enfermado y muerto en Ecbatana un día del año 324 ac. Al pasar por Troya uno honró la tumba de Aquiles y el otro a su amante, Patroclo, para hacer ver qué honda era su amistad. Se dice que Alejandro se volvió loco de dolor, encamó durante varios días sin comer, beber o hablar, se hizo afeitar la cabeza y mandó cortar las crines de los caballos, canceló todos los festejos y mandó ahorcar a Glaucias, el médico que no atendido a Hefestión. Hoy el león ha perdido las garras y el conjunto monumental ya no está a la entrada de la ciudad sino muy dentro de ella. Sic Transit.
Solo un montículo cubierto de arena y de matojos y un aún más pequeño recinto cubierto con un toldo metálico, para resguardar el adobe rescatado de las inclemencias, recuerda a la vieja Ecbatana, capital de los medos y ciudad veraniega de los aqueménidas. Solo la imaginación y un poco de fantasía puede llenar de vida la calle y los cubículos que tras los gruesos muros de adobe se adivinan. Aquí se cruzan los periodos, las épocas, los muchos nombres de los iranios y sus vecinos, armenios y túrquidos, aceríes y mongoles. Dentro del recinto una familia iraní insiste para que nos fotagrafiemos juntos.
Un pequeño pero intenso museo da fe de que Ecbatana/Hamadán fue ciudad de alfareros. Bonitas piezas esmaltadas, pintadas o simplemente cocidas mezclan las épocas. Y junto al museo, una cercana iglesia armenia del periodo safávida llena sus paredes de santos reproducidos de obras famosas. Justo al lado, una iglesia abovedada, tan desnuda como una cripta, hace de templo evangélico. A la entrada un obsequioso sacristán explica su singularidad, las paredes desnudas de imágenes y objetos, sin altar, sin sillas ni bancos corridos, sin fieles, con la expresa prohibición in mente de hacer proselitismo en este país.
Un poco más allá dentro de la ciudad un envejecido mausoleo de la familia selyúcida Alavian, del siglo XII. Despintado, el estuco gastado, la tumba de la cripta vacía, un edificio cúbico con diseños florales y geométricos e inscripciones cúficas. No queda nada que a uno le pueda entusiasmar, sólo a hombres zurcidos por la fe.
Y aún algo más, el mausoleo de Esther, la joven doncella bíblica de nombre Hadassah, a la que los judíos mitifican como Esther (el mirto, el atributo de Isthar, o Venus -todas las mitologías indoeuropeas se juntan en estas tierras) que salvó a los judíos de un primer exterminio. Fue llevada a presencia del Rey de Reyes, Jerjes I, por consejo de su tío Mordejai, sabiendo que causaría sensación. Jerjes la convirtió en concubina y permitió que los judíos matasen a sus enemigos. Ambos, tío y sobrina, comparten tumba. La fiesta judía del Purim lo conmemora. En este lugar podríamos haber recitado este poema de Yehuda Amichai, uno de los grandes poetas hebreos recientes:
El lugar que ahora habitamos
En el lugar que ahora habitamos
las flores no volverán a crecer
en primavera.
El lugar donde ahora estamos
es duro y pisoteado
como un patio.
Pero las dudas y los amores
roen el mundo como un topo o un arado.
Y un susurro se escuchará
en el lugar donde una vez
hubo una casa en ruinas.
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