Toda ciudad, todo paisaje, sobrelleva su belleza hasta que un golpe de calor la inutiliza. Irán es muchos paisajes, con demasiada luz en esta época del año como para que salgan favorecidos. Empezar por Teherán cuando el calor aprieta y llevas 24 horas sin dormir no es la forma mejor de dejarse seducir, a pesar de que el primer lugar que nos acoge impresiona: el enorme vestíbulo de un hotel junto al aeropuerto, donde nos ofrecen un desayuno de bienvenida. Es la segunda vez, mi segunda vez en Teherán, mi segunda vez en este salón de desayunos. Por él pululan árabes con turbante y arabesas bien tapadas con lujosas vestiduras negras. Es imposible no diferenciar a persas de árabes. En las puertas de embarque de Estambul, en dirección a Quetta, una pequeña multitud esperaba para subir a su avión. No sé a qué irían a esa ciudad paquistaní, pero en sus modos y maneras de turbantes impolutos y túnicas y velos de negra seda, solo hay solipsismo frente al extraño mundo de quienes no somos como ellos. Exudan dinero, orgullo, indiferencia. Sólo en la mente de un occidental cabe la idea de que esas mujeres deben ser liberadas. Los persas son más cercanos, menos exóticos, hombres del común ocupados en ganarse la vida, las mujeres más coquetas: el velo en la coronilla, la sonrisa abierta, con ganas de practicar su esforzado inglés. Con las sutilezas de la cultura persa un europeo puede entenderse y conversar, difícilmente con los negros diamantes del pozo saudí.
Farah Diba, la tercera esposa del último sah, Reza Pahlevi, heredó la pasión por las joyas, una constante del poder de los sahs. Parte de esa colección de joyas está hoy en un museo específico. Su otra pasión, alimentada por los réditos del petróleo, era el arte, tanto contemporáneo como iraní. Parte de las piezas de su colección se muestran en el Reza Abbasi Museum. A Farah Diba no le acompañó la suerte. El museo se inauguró en 1978 y al año siguiente hubo de huir al exilio, un exilio dorado en EE UU. El museo contiene muy bellas piezas de los distintos periodos del país, pero es un compendio desorganizado. Le falta el alma de quien lo concibió.
Sólo en 1786, el primer sah de la dinastía qayarí convirtió Teherán en capital y la dotó con un palacio impresionante, el Golestán. Los qayaríes o kdjares eran refinados en muchos sentidos, se podría decir que ascendieron el último escalón del refinamiento. El palacio debió impresionar a los visitantes, una tradición iniciada por Darío en Persépolis: escaleras en sucesivos niveles que ascender, antesalas atiborradas de orfebrería, pedrería, azulejos y lámparas de mil brazos que multiplican su luz en una miríada de espejos, y salones, donde las alfombras apagaban el menor ruido, al final de las cuales el sah en un trono más grande que él esperaba a que el visitante se humillase como una lombriz antes de atender su queja.
Pero si el protocolo y el arte del azulejo y de la luz reflejada alcanzaron en esta dinastía la cima del refinamiento, no hubo un plus ultra en el dominio de la crueldad. Para ascender al trono, el candidato más cruel asesinaba a los demás candidatos y a su heredero le sacaba los ojos para que se le nublara el horizonte de la sucesión.
El último sah, Mohammad Reza Pahleví se casó aquí. También albergó la cumbre de Teherán, cuando un alcohólico, un inválido y un tirano se disponían a ahormar a su gusto el mundo posterior a la guerra. Tras la caída de la monarquía, el palacio se convirtió en un contenedor de recuerdos apilados de mala manera: bellos azulejos, pinturas desordenadas, un montón de espejos que se replican y amplios espacios por donde con respiración asistida los turistas hacen sus fotos.
Más vida tiene el reciente puente peatonal de Zaha Hadid. Lo paseamos como pide la idea de la arquitecta iraquí recientemente fallecida, pero no es esta la mejor posición para hacerle fotografías. Habría que descender a un punto en la hondonada para atrapar el concepto, desde arriba solo podemos aspirar a la atracción del abismo que se abre ante nuestros pies.
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