Así que me he ido a una de las fuentes de inspiración de Drive my car. La película que Louis Malle realizó en 1994. Una película puede ser bella, entretenida, molona, pero alcanza la perfección, se convierte en una obra de arte memorable, cuando se acerca a la verdad, es decir cuando todos los ingredientes que la componen reflejan aspectos significativos de la realidad.
Vania en la calle 42 la rodó Louis Malle en un teatro de Broadway que amenazaba ruina. La película comienza en la calle, con los actores surgiendo del anonimato en medio del tráfico, los cláxones, la gente en movimiento. Entran en el teatro, comentan el estado del New Ámsterdam con el director y los pocos privilegiados que asistirán como espectadores. No hay transición entre esas escenas de diálogos iniciales y el comienzo del ensayo. De golpe, constatamos que los actores ya están interpretando sin cambiarse de ropa, apenas separados del resto, y es tal su capacidad de transformación en los personajes que interpretan que no percibimos el cambio y ya estamos metidos nosotros también en las escenas que ideó Anton Chéjov, adaptadas por David Mamet. La magia, si esta es la palabra, es que en ningún momento se nos pasa por la cabeza que aquello que estamos viendo no sea la vida misma. Tenemos que desconectar de la trama o esperar al final para comprobar que es una filmación de Louis Malle de un ensayo que dirige Andre Gregory en un teatro avejentado, que sólo aparece en el inicio, en los descansos y en la despedida. Los actores no aparecen como tales, ni componen personajes sino que cada uno de ellos tiene tal vida, una vida propia y al mismo tiempo tan dependiente de los demás que en ningún momento aparecen como caricaturas o como excusa para dar réplica a los personajes importantes, pues todos lo son. Cada uno con sus dolores y frustraciones con una vida tan incompleta como lo es la de cualquier espectador que está viendo la función el ensayo o la película: Yelena, una hermosa mujer que comprende el error de haberse casado con un fantoche al que admiraba, confundiendo la admiración con amor; el Tío Vanya y su sobrina Sonya, atrapados igualmente en la admiración por ese hombre que no merece tal adoración, conscientes de haber perdido su vida y enamorados de personas que no les corresponden; el vanidoso Serebryakov que cree merecer todas las atenciones porque está escribiendo una obra maestra que nunca lleva a cabo; el doctor, que ve como su amor correspondido por Yelena nunca podrá realizarse.
Todo está dispuesto, el guión de Mamet, la doble dirección de Malle y Gregory, la música de Joshua Redman, la actuación tan natural y diferenciada, para que en esta obra, a pesar de que de modo muy evidente se nos muestra el artificio que hay detrás de una película o del montaje de una obra de teatro, veamos discurrir la vida ante nuestros ojos, de un modo tan estilizado, tan depurado como lograba Shakespeare en sus obras, que la vanidad, el desengaño, el amor, las frustraciones, el dolor, la soledad aparezcan con más fuerza que en la vida real.
La impresión de estar viendo la vida en directo es lo que diferencia a esta película de Drive my car, donde el ensayo de Tío Vania es un simple ensayo y los actores caricaturas que transmiten valores, señas de identidad, estampas de superficie de la vida moderna, como sucede con el último Almodóvar. Yo que tu no perdería un minuto y buscaría en Filmin Vania en la calle 42 y me pondría a verla. No hay nada parecido en el cine actual.
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