jueves, 28 de julio de 2022

Drive my car

 



Ves las primeras escenas, una fotografía limpia, personajes nítidos, exentos en un espacio luminoso, en una ciudad moderna, con el decorado propio de tus contemporáneos ilustrados: el arte, el teatro, la música que te identifican, y piensas, está sí, me lo voy a pasar bien. Los protagonistas adultos, con el vigor centrado en la vida profesional, desnudos en la cama familiar, abrazados, comentan la jornada que les espera: él, obsesionado con Tío Vania, ella con sus trabajos en televisión. Una vida plena, realizada.


El protagonista se despide para hacer un viaje, uno más en su intensa vida profesional. Ya en el aeropuerto, una tormenta de invierno cancela su vuelo. Al volver a casa, encuentra a su mujer follando con un joven actor que le ha presentado hace poco. Vemos la escena con él. No sabemos interpretar la impasibilidad de su rostro, los actores japoneses son poco efusivos, pensamos. Se va, sin que ella advierta que ha sido observada. De vuelta a casa, ya en la noche, encuentra a la mujer tirada en el suelo. Ha sufrido un síncope, está muerta.


Lo que sigue: contratan al protagonista para montar Tío Vania en Hiroshima. Le asignan una conductora para su coche. Entre los actores que se presentan al casting está el muchacho que follaba con su mujer; también una sordomuda que hará de Sonya. Ensayan. Recuerda a su mujer. Se deja guiar por una grabación que tiene en un casete y escucha de continuo en los desplazamientos en coche. En la grabación su mujer hace de Sonya. Se suceden ensayos, desplazamientos, conversaciones en un restaurante o en una barra de bar. Cada personaje aparece como una escultura parlante, exenta, significativa, modelados por un suceso, una historia, una experiencia. Almodovarianos. Ese es el adjetivo en el que se refleja la película. 

Pero el de las últimas películas, el Almodóvar que perdió la gracia. La película está vacía de realidad pero puede resultar agradable. Cómo no te va a gustar una exquisitez schubertiana en el tocadiscos de aguja mientras cocinas o retocas una frase del guion que estás escribiendo. O el paisaje marítimo que vislumbras desde el ventanal de la casa que te han cedido en Hiroshima. O la emoción que suscita el recuerdo de la conductora, en la casa de Hokkaido, que fue arrasada por un deslizamiento de tierras cuando murió su madre, ahora enterrada en la nieve. El mismo tipo de postales emocionales. Se me ocurre ahora, del tipo de eslóganes políticos que gustan en los partidos para urbanitas. Se podrían borrar las frases que los personajes dicen, cambiarlas por otras en fase de posproducción, otras cualesquiera que se adaptasen como en un doblaje, y no pasaría nada. Quiero decir, que las emociones que suscita la película son del mismo orden que las que proporciona un paisaje en una fotografía, oh, o una pintura reproducida en un dominical o el recitado de un poema en la entrevista de un famoso. Insustanciales. No sólo el arte codificado, la propia vida se presenta envasada, servida en pequeños sorbos de delectación, tan planos como los rostros de los actores japoneses.


Drive my car (Filmin) ha sido una de las pelis del año. Una de las mejores para los críticos. Algunos han babeado. Cada vez que he iniciado un libro de Murakami (la peli es una adaptación), he tenido esa sensación: una nadería envuelta en brillantes referentes culturales. Chéjov, Almodóvar, música culta, vida de ciudad.




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