Ribadesella |
En cualquier lugar del Cantábrico, cada mañana al otro lado de una cima, volteando el recodo de un camino, te espera un mundo nuevo diferente del de ayer. Los acantilados recortados poco después de salir de Pendueles, la montaña cubierta por la neblina a medida que te aproximas a Ribadesella, el mar con minúsculos pueblos al fondo. Es de madrugada cuando la naturaleza se te ofrece como un don. Los pájaros saliendo de los arbustos, advirtiendo con sus trinos de tu cercanía, los cuervos en los campos recién segados, unos pocos campesinos, cada uno en su terreno cercado, doblando el dorso como en una oración. Tú caminas como un forastero, maravillado de que perdure un orden que se ha mantenido durante siglos. Quieres pasar sin que se note tu presencia, sin ser un intruso. No sólo tú, la mayor parte habrá pasado como un soplo por mucho que digan y se nos acuse del inmenso destrozo que la humanidad inflige a la tierra.
Hasta llegar a Ribadesella camino por sendas rurales y caminos solitarios y silenciosos, con el paisaje de los Picos a la izquierda y al fondo, y de vez en cuando, el mar a la derecha, desplegado en un azul más o menos uniforme o como un sordo rugido que se aproxima y se aleja. La mañana es suave, tamizado el sol, apenas unos pocos pasajeros me acompañan en este viaje, a casi todos los voy dejando atrás: un belga valón al que un mal panadero le ha roto un incisivo, un peruano y la española que le acompaña, una arandina a quien un coche escoba le lleva una maleta de albergue en albergue y un suizo alemán, ese sí, más rápido que yo. En esta hora temprana también Ribadesella está tranquila, como reposando en un fresco veraniego impropio de julio. Ante mis ojos maravillados, el suave desagüe del Sella. Sigo después por pueblos playeros con más gente que los días anteriores homenajeando al sol que hoy se afirma más que otros días: Vega, Espada, La Isla.
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