Iglesia de la Oliva. Villaviciosa |
Hoy he recorrido el paisaje asturiano como cada día, los pueblines, las rías, el subeybaja típico. También las iglesias románicas, como la prerrománica de Piestras, que no he podido ver por dentro porque la vecina que tenía la llave no estaba en casa. Me he desquitado con la iglesia románica de Amandi. Una joya. Impresiona verla desde abajo desde la carretera con su gran arco semicircular, en realidad un pórtico añadido muy posteriormente. La joya de esta iglesia es el ábside interior, su colección de capiteles de escenas bíblicas: un Pantocrátor rodeado a un lado y a otro y por los doce apóstoles y en las esquinas, el tetramorfos; el sacrificio de Isaac con la cabeza de este apartándose del sacrificio; la presentación del niño en el templo, un capitel que se repite dos veces, pues la Iglesia que ahora se llama de San Juan de Amandi se llamó en otro tiempo de la Presentación; escenas del bestiario medieval, como la boca monstruosa que se come una columna y animales sagrados como el pelícano o las delicadas grullas que coronan las columnas más altas del presbiterio como era costumbre.
Iglesia de San Juan de Amandi |
Pero quería decir que lo más interesante de la jornada han sido las personas que me he encontrado en el camino. En primer lugar Débora, una mallorquina que durmió en el mismo albergue ayer noche, en La Isla, una mujer capaz de cambiar de idioma cada vez que se dirigía a un peregrino, dispuesta a solucionar los problemas de tránsito de cada uno de ellos: los mejores albergues, los mejores restaurantes del camino en adelante, las mejores páginas para hacer reservas. Una mujer realmente sorprendente. Después he caminado con un corso. Me lo había cruzado casi cada día pero hasta hoy no me había detenido para hablar con él. He dejado que hablase de su país, Córcega, donde el idioma, el corso, sigue vivo, donde la población, en una isla tan grande, es dispersa, con apenas un millón y medio de habitantes, campesinos en trance de extinción. Él mismo ha recibido tierras de sus padres y no sabe qué hacer con ellas. Estuvo casado con una española, reusense, la conoció en Londres y vivió con ella, primero en Florencia y luego en Reus, cinco meses. Eran muy jóvenes, no funcionó la historia. Ahora, Renzo se ha aficionado al camino y lo ha hecho un montón de veces. Tan aficionado que cuando llega a Santiago, comienza otro, así de enganchado está. Incluso cogió el covid en la pandemia y fue hospitalizado en Lugo. No le he preguntado de que vive, por encima ya de los 50. La alegre conversación se ha torcido cuando inopinadamente se ha puesto a defender a Putin y su guerra, ante las tropelías de Biden y la OTAN. Si hay muertos civiles, raptos y violaciones es cosa de la guerra.
Luego está Edy el belga, con el que prácticamente me encuentro en cada albergue y con el que practico mi mal francés, y a quien doy consejos sobre lo mejor y lo peor del camino. Lleva tres meses caminando, salió de Puy-en-Velay y quiere llegar a Santiago por el Primitivo. Le ha pasado de todo, como una tormenta violenta, así la describió, en medio del macizo central francés, donde pensó que se le acababan los días, porque dormía en una tienda de campaña y el viento y la lluvia fueron terribles, según cuenta. Aquí en España, además de una jornada caminando con un vasco odiador, lo más suave que le ha pasado es que un panadero le vendió una baguette con una piedra dentro, desde entonces va con un diente de menos. Va como un ave, sobrevolando por lugares donde pasa, como perdido. En el camino hay mil historias que contar y mil historias que te cuentan.
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