jueves, 2 de junio de 2022

Vivir con nuestros muertos, de Delphine Horvilleur

 



Esto son dos supervivientes de los campos que están haciendo humor negro sobre el Holocausto. Dios, que pasaba por allí, los interrumpe: «Pero ¿cómo os atrevéis a bromear con tamaña catástrofe?», y los supervivientes le dicen: «¡Tú qué vas a saber, si no estabas allí!»”.


Uno no sabe qué admirar si la elegancia del estilo o la erudición, ambas al servicio del lector, a quien no apabulla con frases rebuscadas o con esotéricos conocimientos. Delphine Horvilleur es una rabina francesa de amplia formación (medicina, periodismo, estudios talmúdicos), con ascendencia y vivencias en diversos países. En este libro se propone compartir su experiencia como acompañante en los duelos de familiares judíos que han perdido a un ser querido. Lo hace con tal cortesía que, avanzando en las distintas historias que va contando, relacionadas con su experiencia, el lector aprende sin darse cuenta en qué consiste el modo de ser judío, su religión, su historia y cultura, además del tema que lo recorre, el mejor modo de conducirse ante la muerte.


El momento en que la vida desaparece es sagrado en el sentido más puro de la palabra: quien se va está en el cruce entre lo que ha hecho y lo que dejará. Son horas de extrema vulnerabilidad para todo el mundo".


Lo primero y más notable es que la voz que nos entra por los ojos, acostumbrados al estereotipo del varón vestido de negro con alto sombrero y barba y dedos largos, siempre varón, sea de una rabina, una de las pocas en una religión cuya tradición ortodoxa no permite que el rabino sea mujer. Se nos presenta como trasunto de la elocuente Skotzel, una leyenda en la tradición yidis, la abogada de las mujeres ante el Eterno, que a su vez ve reencarnada en la que fue ministra francesa en los 70, Simone Veil, por su temprana vindicación feminista. Cada uno de los once relatos, entre el ensayo, la autobiografía y la cita erudita, es un encadenado de historias, de nombres, de referencias que desembocan un un término hebreo o arameo (“Con una palabra el mundo cambia”) cuyo uso más común, y traducción, es casi siempre incompleto si no falso, y que remite a un saber olvidado o apartado, necesario más que para tratar con la muerte para seguir con nuestra vida, pues el lema que recorre cada página es: Lejaim!, “Por la vida”, como el hilo que da las últimas puntadas a la mortaja del fallecido que lo separa definitivamente de los vivos.


De las historia van surgiendo saberes útiles que derivan de habilidades, como hacer un horno de acuerdo a la ley o tejer un cesto (el cesto cuya urdiembre van construyendo las sucesivas generaciones y que queda abruptamente interrumpida por la shoah), necesarias para el recto obrar y buen vivir, que en la tradición judía es aparearse con la ley que Dios otorgó a los hombres en el Sinaí. Eso sí, tras entregarles la Torá dejó de inmiscuirse en sus asuntos y los hombres hubieron de comenzar a valerse sin Él (leyenda del Rabí Eliezer). La interpretación quedaba en manos de los sabios, nunca más un milagro o manifestación sobrenatural. Dios, incluso el cielo, Seol (¿Adónde van los muertos?), dejaron de ser imprescindibles. Por eso escapa a toda comprensión que los asesinatos de enero de 2015, en la redacción de Charlie Hebdo, se hicieran en nombre de Dios.


¿Qué Dios ‘grande’ se torna tan miserablemente ‘menor’ como para necesitar que unos hombres salvaguarden su honor? Pensar que Dios se ofende porque se burlen de Él ¿no es acaso la mayor profanación que puede haber. Grande es el Dios del humor. Diminuto el que carece de él”.


Hay historias terribles como la de Sarah, superviviente de los campos de exterminio frente a todos sus familiares, que por dos veces se queda sin familia, sola, y que al final, cuando muere, tan sólo el hijo acude a rezarle el kadish. Los supervivientes no quieren hablar, recordar ningún detalle, hasta su nombre ocultan. A la despedida de otra Sarah, su nieta niña, la autora, no acude porque su madre quiere apartarla de la muerte. Quizá por ello, se dedicará profesionalmente a las despedidas. La del padre que pierde al hijo, la rama de la vid a la que se ha amputado el fruto, relación para la que en nuestro idioma no tenemos palabra, pero sí en hebreo, Shakul, "el padre desconsolado". La historia de Moisés, doblemente castigado, se le niega la entrada en la Tierra Prometida y ha de aprender a morir sin saber el valor y sentido de la ley que recibe en el Sinaí. Ignora los signos que solo la posteridad sabrá interpretar. Y la resurrección de la propia lengua hebrea,


¿y si al imaginar que volvemos profano un lenguaje ancestral, religioso y apocalíptico pusiéramos en marcha un proceso inevitable: el regreso de la violencia mesiánica? Carta de Gershom Scholem a Franz Rosenzweig, de 1926.


La autora pone la carta en el contexto del asesinato de Isaac Rabin y de su desengaño ante el sionismo nacionalista, el de los propietarios, el de Caín y Salomón, frente a la tradición del sionismo cultural, el vaho contenido en la palabra ‘Abel’. La autora deja a su pareja, deja Israel y vuelve a Francia. Dos tradiciones que explican el judaísmo, pero también la humanidad. Cuando Caín mata a Abel mata a todas las generaciones que Abel podría haber engendrado. “Con Abel se extingue un plural”. Caín es el que posee, el que atesora, Abel es el evanescente el que desaparece pero deja huella. Caín y Abel, el propietario y el nómada.


Todo lo que construimos con firmeza acaba deteriorándose o desapareciendo, mientras que lo que es frágil, efímero y falible deja en el mundo —paradójicamente— huellas indelebles. El vaho de las existencias pasadas no se evapora: sopla en nuestras vidas y nos lleva allá donde jamás creíamos que iríamos”.


Un libro maravilloso que todo el mundo debería leer.



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