El día es luminoso como pocos. No hay viento. De golpe cesa el ruido, todo movimiento. Si alguien permaneciese despierto creería que el mundo se ha parado. Pero la manecilla del segundero sigue latiendo. Si tuviese fuerza para separar los párpados vería las inflexiones de la luz, quizá el jugueteo del sol con las nubes. Es imposible que haya vida sino como idea o sueño en una superficie reflectante. Corre el cursor en la pantalla imprimiendo letras, el automatismo del condenado que imagina existencia antes de su desaparición. Pero así como nadie dicta, nadie está leyendo. Los signos las palabras los encadenamientos el significado son huellas de un tiempo pasado que no puede volver, ni siquiera como testimonio porque nadie lo podría recoger. No hay lágrimas no hay llanto no hay gritos, nada queda después de la desaparición.
Pero no existirían esos signos en la pantalla, la luz, el sol, el sentido que se arrastra quejumbroso como si todavía alguien pudiese escucharlo, si bajo los párpados secos petrificados no quedase intacto lo que al mundo había dado tanta vida, lo había llenado de luz, hecho volar aves y tronar en los días más despejados, lo que no puede desaparecer, el amor. Pero si el amor se ha quedado sin objeto porque la amada no quiere ser amada, esto es una oración. Una oración, como todas las oraciones, con un destinatario que no existe, que ha dejado de existir.
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