domingo, 22 de mayo de 2022

Amar nos hace humanos

 



El mayor acto de humanidad es amar a otra persona. No desearla, sino amarla. Hay una distinción radical entre una cosa y otra. El deseo es instintivo, previo a la racionalidad, previo a la humanidad. Qué nos hace humanos. La conciencia de nuestros actos. Somos agentes conscientes de lo que hacemos. Cuando obramos como humanos damos valor a lo que hacemos, y lo enjuiciamos. Nuestros actos tienen contenido moral. Por eso nuestro mayor grado de humanidad es reconocer en el otro su dignidad, un agente moral como nosotros, con capacidad para reconocer su mismidad. Si amamos a otra persona, experimentamos el mayor grado de humanidad pues estamos dispuestos a salir de nosotros mismos y entregarle lo más valioso, nuestro ser entero. Ponernos a su disposición. El hombre que ama confiere al ser amado la dignidad que le rescata de una vida de rutina para hacerlo necesario, alguien con sentido. Lo hacemos necesario para nosotros y para el mundo. En eso consiste amar.


Amar es el anverso de matar. Planear la muerte de alguien es concebirlo como cosa desechable. Si matamos a alguien le despojamos de lo más valioso que tiene, que es su humanidad. Primero lo convertimos en objeto, alguien de quién se puede disponer y luego lo convertimos en cadáver, en cosa. Un cadáver es una cosa que ha perdido valor. Si lo enterramos lo devolvemos a la tierra para que sea tierra, si en ceniza, lo damos al viento para que se esparza como el polvo. Pero quien mata se cosifica a sí mismo, se despoja de su humanidad. Renuncia a su dignidad para ser cosa él mismo, se devuelve al estado previo al humano que había en él, una animalidad sin conciencia, incapaz de valorar moralmente sus acciones.


Por eso el deseo y los impulsos instintivos son previos a la humanidad. Al desear a otro ser humano como objeto en el que satisfacer nuestro deseo hacemos de él una cosa, lo deshumanizamos, nos convertimos a nosotros en seres amorales. Eso sucede con la prostitución, y por eso nos sorprende nos golpea cuando en una película o en una novela, es posible que en nuestro propio recuerdo, un hombre que usa a otra mujer a cambio de dinero se da cuenta de lo que hace y procura tratarla con dignidad. Aunque sabe que con eso no basta. Ese pensamiento, esa actitud no borra la transacción, la cosificación que hace de la prostituta una mercancía. De modo parecido sucede cuando en una noche de copas un hombre y una mujer se encuentran y se usan para satisfacer su deseo y después de la noche uno y otra se olvidan de lo que sucedió, vuelve cada uno a sus asuntos. O cuando un contrato laboral se firma en condiciones de poder. Cuando dejamos de amar es posible que vuelva a nosotros lo anterior, el estado de naturaleza, la animalidad que nos constituía antes de ser humanos: el odio, el deseo de muerte o de venganza hacia la persona que habíamos querido, nos deshumanizanos y en ese acto deshumanizamos a la persona que habíamos querido. Pero no solo en el desamor, cuando insultamos o decimos de alguien que esta loco lo cosificamos. Eso hacen los políticos con gran facilidad e inconsciencia pues con sus maneras legitiman palabras discursos acciones que luego se generalizan: insultan desprecian escupen odio por sus bocas o ignoran a quienes no les son útiles o les resultan molestos. O llegado el caso planean muertes de sus enemigos políticos. O inician guerras donde toda la población se convierte en cosas.


Porque la humanidad no es algo dado. Es algo que se va construyendo en la vida. Uno aprende a ver en el otro un humano con dignidad. Los valores humanos se aprenden y se refinan. No los aprende uno para siempre, son dinámicos, en proceso de continua revisión. Porque lo humano se construye en la humanidad, que no está hecha para siempre sino que medita continuamente sus valores. Ser humanos es un esfuerzo continuo, que no decae pues si lo hace, si convertimos nuestras acciones en rutina, si actuamos sin dar valor a lo que hacemos retrocedemos hacia la inhumanidad.



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