Una novela es un río más que un panal de rica miel como sostiene Pau Luque en su himenóptero ensayo sobre imaginación, fantasía y moral, Las cosas como son, que le valió el último premio Anagrama. Se sabe donde nace una novela y, casi siempre, dónde acaba pero no cómo discurre: la trama, el suspense, las siempre sorprendentes reacciones de los personajes. Luque establece reglas, aunque sean negativas (la novela no puede ser esto: no puede el escritor comportarse como un juez, bien/ mal). Pero, si es arte no hay reglas, es el artefacto novela el que en su producción las establece y solo para esa vez. Es verdad que hay escuelas y discípulos, pero entonces ya no hay arte, sólo imitación, género. Es normal que se quiera ordenar lo inasible, pero si es irrepetible es inútil buscar reglas.
Los mejores críticos son los que hablan de sus emociones, de la experiencia estética que han tendido leyendo un libro, viendo una peli o contemplando algo inusual y son capaces de discriminar lo novedoso, caminos intransitados que el artista desbroza para que los demás los recorramos con el gozo de lo nuevo hasta que se gastan y se convierten en trillados. Arte, artista son conceptos que describen lo único, aunque haya tantos que quieran envolverse en su aura. Que la experiencia humana esté en continuo proceso de expansión, ampliando nuestra percepción, comprendiendo más porciones de mundo, se debe al don que unos pocos tienen. Los verdaderos artistas lo reconocen y muestran su gratitud. El mundo a veces les recompensa con la fama o los hace ricos, aunque la mayoría de las veces no sabe quién es el verdadero artista hasta que ha desaparecido, o entrega fama y dinero a quien no lo merece. Como señala Luque el artistas explora los límites y como consecuencia expande el campo de la comprensión moral. Pero si lo hace no es como fin, es un resultado involuntario del proceso. No hay peores artistas que los moralizadores o quiénes se muestran deslumbrados por la belleza que han plasmado o la verdad a la que han llegado.
Un artista trabaja con sensaciones, con una desazón que brota de sí mismo y que cuando se pone a trabajar no sabe dónde le va a conducir. Son otros quienes lo aprecian. Hay muchos que son despreciables, guiñapos de hombre, que cultivan la fealdad y que hacen de la mentira su arte. De Homero sabemos poco; de Dante, que construyó la Comedia a trompicones, a salto de mata como quien dice; Cervantes no tenía a Don Quijote como su mejor obra, no sé si Shakespeare compuso sus obras para la posteridad o para darles un papel a sus compañeros de tablas. Todos los efectos que se dicen que provocan no fueron buscados. Son artefactos únicos, irrepetibles.
Hay una imagen feliz en el ensayo de Pau Luque, no sobre la moral del escritor, sino sobre la genealogía de las ideas: la noria que las hace aterrizar en un giro fecundo y perpetuo en contraposición a la línea del tiempo que se autoconsume como una vela que va dejando las ideas fundidas en un pasado cada vez más remoto.
“No sé si fue mi añorado y malogrado maestro Paco Fernández Buey quien hizo el gran hallazgo de interpretar la historia de las ideas como una noria. Yo, en todo caso, descubrí por él que la historia de las ideas, más que a una línea de tiempo que se autoconsume como una vela y que va dejando las ideas fundidas en un pasado cada vez más remoto, se parece a una rueda que gira de forma perpetua. Con una u otra forma, todo termina reapareciendo en tierra firme o temblorosa, y no lo hace atraído por la fuerza de la gravedad, sino por la fuerza centrífuga que hace girar la noria. No hay principio ni final. Solo –¡pero qué «solo», amigas y amigos!– un bucle fecundo y eterno”.
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