jueves, 28 de abril de 2022

Mentes hackeadas

 


Y la guerra sigue: mueren hombres y mujeres, niños, la mayoría gente a la que ha pillado de improviso sin tener nada que ver en su comienzo y desarrollo, y otros, profesionales que se ven obligados a pelear sin desearlo ni comprenderlo. ¿Por qué estamos matando, por quién estamos muriendo? Solo si vemos a Putin como personaje de un relato, de una ficción, la cosa adquiere sentido. Putin, quién sabe si por estar entretenido y escapar a las rutinas de un mundo en el que las cosas suceden con aburrida normalidad -el aburrido comercio humano- o por asumir las obligaciones de su cargo de Presidente de un país como Rusia que exige acrecentar su imperio, es prisionero de la fantasía de devolver a Rusia su antiguo esplendor. Antes que él otros se convirtieron en personajes de parecidas fantasías. Hitler y la fantasía del Tercer Reich. Emperadores del pasado en cuyo título 'Imperator' estaba implícita la obligación de conquistar el mundo conocido para reconstruir el antiguo Imperio romano. Pero no solo los hombres del pasado disolvieron su persona individual y mortal en el cargo que representaban, creyéndose divinos e inmortales, considerando al resto de hombres como cosas que poder manejar a su arbitrio, también hombres actuales, hijos de la Ilustración, caen en fantasías parecidas. 


No se comprende si no que haya gente que disculpe y entienda el delirio de Putin, ciegos voluntarios a los muertos que la guerra se lleva por delante, a la destrucción de viviendas y ciudades, a que tanta gente tenga que abandonarlas y prolongar una vida miserable en otro lugar. Cualquier hombre ilustrado debería ver la atrocidad, condenarla y de inmediato hacer todo lo posible para detenerla.


Ocurre que en la pantalla la sangre no huele, como Antonio Pampliega dice cuando la ha probado en directo, que la sangre huele, huele a hierro que se te mete por la ropa. En la tele, en la retórica de los discursos la guerra es una comedia. Los vemos comportarse como personajes de relatos fantásticos en los que interpretan papeles que trascienden la vida común de los demás hombres: Xi, en la tradición de los antiguos emperadores chinos. Los dictadorzuelos latinoamericanos creyendo que llega la ocasión de humillar a su vecino del norte. Narendra Modi y tantos otros para quienes la vida del hombre común es chatarra frente a sus ambiciosos planes. Alemania atenta a sus frioleros votantes más que a la sangre de los golpeados ucranios. La guerra no es una historia de grandezas, de construcción o destrucción de imperios, de emergencia de figuras históricas que cambian el mundo, de actos heroicos y cobardías; la guerra son zanjas donde se echan cadáveres sin tiempo para un entierro digno, arrebato de vidas que apenas habían comenzado, raptos y violaciones, torturas y crueldad, el terror de los bombardeos, el frío y hambre de los supervivientes. Nada puede haber peor que la guerra y todo lo que con ella llega, aunque algunos tengan que pelear en ella porque no les queda otro remedio que proteger sus vidas. 


En cuanto un hombre alcanza un cargo se eleva sobre coturnos, se pone una máscara y asciende al escenario para decirles a los demás convertidos en espectadores involuntarios: aquí estoy, conmigo viene la gloria, he alcanzado la divinidad que vosotros no poseéis.


El hombre común querría llevar una vida sosegada, ajena a las fantasías de quienes se han convertido en personajes. A menudo sin embargo él mismo, lector u oyente de novelerías, cae en las fantasías de su señor y pierde la vida. No lo sabe pero cuando abraza religiones o ideologías se convierte en esclavo de otros, pasa a ser personaje secundario de relatos en los que los protagonistas son otros y en los que siempre le toca la peor parte. Es triste verle defender con convicción ideas que le condenan. ¿Pero quién va a reconocer contra sí mismo que tiene la mente hackeada?


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