viernes, 1 de abril de 2022

Huaco retrato, de Gabriela Wiener

 



"Sudacas celosas y posesivas, excesivas, pegajosas, despreciadas, chamuscadas, victimistas. Delirando entre la telenovela y el bolero".


"Nunca dejamos de buscar lo que fuimos

para comenzar a ser lo que soñamos.

En un movimiento que nos aleja de la frontera,

ese lugar entre la vida y la muerte

en la que un diputado de derechas

abraza a la policía".


Huaco retrato cuenta una historia que sucede en este tiempo. La narradora y la autora se funden en el mismo nombre. Un libro en el que la escritora se cuenta convirtiéndose en ficción. La credulidad del lector forma parte del juego. El núcleo que la hilvana es la identidad: nacida en Perú con apellido extranjero, Wiener, que procede de un arqueólogo austríaco que, en 1877, llegaba a tierras andinas con la misión arqueológica de desenterrar los restos -huacos- de una civilización olvidada y traerlos para la Gran Exposición Universal de París del año siguiente. Charles Wiener dejó preñada a una peruana de ascendencia India, María Rodríguez. La narradora vive en Madrid, en un local industrial transformado en casa, junto a un hombre cholo como ella y una mujer blanca y delgada, formando un trío familiar, y con su propia hija. La narración avanza en dos frentes, desentrañar los cabos sueltos de la ascendencia del austríaco arqueólogo, nacionalizado francés, que simboliza la figura del colonizador, y, por otro, el inestable equilibrio de una familia que adopta las formas nuevas del poliamor. En cada frente la narradora busca causas a su desazón existencial. Incómoda con su ascendencia 'racializada': el color de la piel, el habla particular, el volumen corporal los ve reflejados en los ojos de la gente con quien trata, fruto del europeo que se cruzó con la andina y después de embarazarla la abandonó -"¿Acaso el 'abandono original', el de Charles a María Rodríguez, no opera en las sombras de mi linaje?", los europeos que en una primera fase convirtieron las tierras andinas en colonias, sometiéndolas a un saqueo brutal, y en una segunda las museizaron, clasificando las culturas prehispánicas en un orden civilizador escalonado. En el frente de la intimidad, vive las duras exigencias del poliamor, no muy diferente en su desarrollo emocional que el de una pareja heterosexual, sometida a un orden patriarcal y, también, colonial.


La identidad contradictoria -utiliza el apellido Wiener que durante todo el libro asocia a lo peor de la colonización- se vive por oposición a otras identidades. La afirmación de la propia identidad es muestra de una debilidad. Hay identidades superiores e inferiores, opresoras y oprimidas. La identidad como victimización. Y si uno es víctima hay culpables: el bisabuelo que nos abandonó, la potencia colonial que destruyó nuestra original identidad cultural, las monjas que me educaron en la represión, una excusa, se diría, para eludir ser hombres o mujeres de una pieza, responsables de la propia vida.


Hay en el libro unos cuantos episodios significativos.


1. La compra del niño indio Juan por el tatarabuelo Charles Wiener por unas monedas a la madre alcohólica para exhibirlo en París. El arqueólogo describe en su libro, Perú y Bolivia. Relato de viaje, la escena de la compra, con desprecio y asco por la madre y su pobreza, y al niño que ya sobre el caballo al darse cuenta de lo que ha ocurrido no pide volver con la madre sino un trago de aguardiente. La narradora comenta el pasaje impresionada por el frío desprecio. Pero ¿qué hay en la mirada postsecular de la tataranieta, heredera de dos mundos tan separados, el de los Wiener blancos y el de los Bravo cholos? Es una mirada moral que no quiere perdonar y está bien que sea así. El alcoholismo de la madre y la venta del hijo por unas rupias, sugiere, es fruto del escalón del blanco al cholo.

2. El episodio del parche en el ojo del padre de la narradora que llevaba dos vidas, para separar la una de la otra, la de la esposa y la de la amante. "Me hubiera gustado encontrar el parche en su escondite, probármelo un rato en el espejo. Me encantaría hacer algo con el parche en el ojo de mi padre. Siento que el parche es algo más que un parche. Y esa corazonada guía mi voluntad. De alguna manera entiendo la escritura como ese movimiento de ponerse y sacarse un parche. Y hacer funcionar la estratagema. Y de hacerlo sin inocencia, con una sensación a veces hasta sucia de estar metiendo la vida en la literatura o, peor, de estar metiendo la literatura en la vida".


3. El episodio del taller de sexo anticolonial. “Pero busco apoyo entre compañeras dedicadas al activismo y a la lucha política en sus espacios, que vienen trabajando juntas en torno a ideas y experiencias compartidas, muchas dolorosas, que yo llevo hace tiempo rumiando sin atreverme a mostrar al mundo. No soy blanca, no voy a hacer un taller de cerámica. Me entero de que se está organizando entre varias un grupo de afinidad llamado «Descolonizando mi deseo» para hablar de cuerpos y sexoafectividad. Solo para racializadas. Me apunto. Estoy decidida a ir y a trabajar en esto. El nombre me representa ahora mismo como nada. Quiero cercenarme al patriarca que me habita y dejar de celar a mi novia española”.


Este es un libro valiente que muestra contradicciones e inseguridades, un libro sobre los asuntos de este tiempo, que hay que leer, incluso aunque esté dañado por la ideología. “Como dice Angélica Liddell, después de haber escrito sobre una misma no queda nada más en el mundo sobre lo que escribir”.


Extractos


"Por la noche me masturbo, devoro alguna porquería, bebo Coca-Cola, contesto mensajes de pésame con emoticones, chateo sobre cosas sexuales con gente que conozco poco. Me encierro con el libro de Charles en la habitación del fondo de la casa que alguna vez fue mi habitación y avanzo en la lectura incrédula de sus páginas; escribo mails a mis esposos en los que les cuento que no hago otra cosa que masturbarme en silencio y leer ese mamotreto, la biblia de la familia, en la que asuntos grandilocuentes como el pasado o la historia dependen de la única mirada de alguien que decide qué contar y qué omitir, una especie de Dios”.


Desde que vivo en España, me encuentro por lo habitual con gente que me dice que tengo «cara de peruana». ¿Qué es la cara de una peruana? La cara de esas mujeres que ves en el metro. La cara que sale en la National Geographic. La cara de María que vio Charles.


Mi cara es muy parecida a la de un huaco retrato. Cada vez que me lo dicen me imagino a Charles moviendo el pincel sobre mis párpados para quitarme el polvo y calcular el año en que fui modelada. Un huaco puede ser cualquier pieza de cerámica prehispánica hecha a mano, de formas y estilos diversos, pintada con delicadeza. Puede ser un elemento decorativo, parte de un ritual u ofrenda en un sepulcro. Los huacos se llaman así porque fueron encontrados en los templos sagrados llamados huacas, enterrados junto a gente importante. Pueden representar animales, armas o alimentos. Pero de todos los huacos, el huaco retrato es el más interesante. Un huaco retrato es la foto carnet prehispánica. La imagen de un rostro indígena tan realista que asomarnos a verlo es para muchos como mirarnos en el espejo roto de los siglos”.





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