martes, 22 de febrero de 2022

Un halo de incertidumbre

 


Nuestras conversaciones, lo que decimos en ellas, están llenas de afirmaciones sin justificar. Aseveramos. ¿Hacemos una paradinha ante el portero antes de disparar? No solemos. Nos calentamos, dejamos que actúe en nosotros el automatismo: lo que hemos leído u oído, el acendrado prejuicio, la saña contra el personaje que no tragamos, la necesidad de replicar. Mucho de lo que decimos en la acalorada discusión, nos lo callaríamos ante un auditorio expectante. Al menos trataríamos de engarzar la frase en un argumento ordenado.


Claro que. Subidos al estrado, las afirmaciones ordenadas formarían parte de un relato. Serían fruto de otra necesidad: ser coherentes. Iniciada la primera frase, con la mente dirigida a la última, la memoria y la imaginación trabajan para darles cuerpo, continuidad, para convencernos de que vamos bien y el auditorio nos sigue encandilado. Entonces vemos la fuerza de combustible de la mentira: un oyente inteligente me podría replicar aquí; esto que estoy diciendo no es del todo verdad pero lo necesito para apuntalar el argumento; espero que entre las demás ideas de las que voy tirando como de cerezas trabadas pase desapercibido, se olvide y no desbarate la idea general que pretendo transmitir.


No creo mucho en ella. Me veo obligado. Conozco los trucos: un chiste, un gesto de la mano, sonrisas. Como dijo el filósofo: la verdad es aquello que eres capaz de defender con éxito. Puesto que no importa que lo que mantengo, ahora, a esta hora, esté emparentado con la verdad. Importa que me crean: que sonrían o rían, que vengan a felicitarme al acabar. Ser creíble, dar verosimilitud a lo que cuento es lo único que importa. Las palabras pronunciadas en alto no van solas, les acompaña la voz, la cálida humedad, la danza de los brazos y el cuerpo agitado. No hay palabra sin emoción.


Putin en su discurso de ayer. El auditorio es mundial, solo una parte bebe sus palabras y las desea performativas: Ucrania debe reintegrarse a la madre patria. A cualquier coste, porque la verdad no tiene otro camino que el de su imposición. Para otra parte es miedo: bombas vendrán y con ellas, sangre y destrucción y muerte. La mentira ya está cavando las fosas. Para otros, la indiferencia: cosas de geopolítica, que el gas llegue hasta mi sala de estar. Hay otro campo de juego más difícil de explorar: la mente de Putin. La única que realmente importa. Sin Hitler no hubiese habido guerra mundial y el agujero negro que se tragó a la humanidad durante un tiempo.


En la mente de Putin no hay un razonamiento ordenado, o lo que dice no está ordenado con una coherencia que satisfaga las reglas de los lógicos, de los filósofos, de los historiadores, de los moralistas. No desgranaba un argumento ayer, contaba un cuento. Se deja llevar por la emoción que le transmiten sus palabras: está al mando, el mundo está pendiente de lo que va a decir, una emoción que va a trabar como cerezas a un auditorio entregado. Estaba solo allí en lo alto, nadie le iba a contradecir.


Inercia. Ya no hay vuelta atrás: pronunciadas las palabras, las palabras convertidas en hechos, movidos los tanques, desatado el mortífero fuego, caídos y muertos los vivos, un tribunal le espera. No le juzgará mientras esté al mando. Así que no dejará el mando, morirá con él o se volverá loco o alguien osado se lo arrebatará.


En una guerra sea geopolítica, ideológica, local o de cualquier tipo se instrumentaliza a las personas, las personas son cosas para un uso abstracto.


Hay una esperanza que el halo de incertidumbre que habita la mente de Putin sea desvelado. Cuál es el límite que no puede sobrepasar.


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