miércoles, 23 de febrero de 2022

Posverdad

 

Un hombre ha muerto con un puñal en el pecho. No hay indicios ni testigos de qué mano está detrás del homicidio, más allá de la alta probabilidad que adjudica a los hombres sobre las mujeres el mayor grado de violencia. A partir de ahí se construyen relatos contradictorios de lo que pudo ocurrir. Si hubiese un acusado, la defensa y la fiscalía fabricarían relatos igualmente creíbles aunque antagónicos, pues “ninguna historia se cuenta dos veces exactamente de la misma manera” (Janet Malcolm). Al final del proceso, el juez o el jurado establecerían una verdad procesal que no sería verdadera sino verosímil, dando por cerrado el caso, poniendo fin a la discordia.


Hannah Arendt diferenciaba entre verdad fáctica (el hombre murió apuñalado) y verdades de razón, como la procesal o las teorías científicas; la primera se afirma indiscutible contra la mentira y la falsedad, las segundas aclaran los errores de opinión o ignorancia. En el juego dialéctico entre verdad y confusión, el pensamiento ilustrado se decantó por la primera: está en el espíritu humano acercarse lo más posible a la verdad de los hechos: hay verdades indiscutibles. A partir de Nietzsche (No hay verdad absoluta puesto que no existe una Autoridad que la respalde: ¡Dios ha muerto!) la hermenéutica y el posmodernismo creyeron que los hechos se pierden en una atmósfera de brumas: o no tenemos acceso a ellos (solo a su percepción en la conciencia) o no hay tales sino relatos que hablan de hechos. En uno y otro lado crecieron los extremistas: los hechos pueden formalizarse en leyes (lo que hay es lo que dictamos que hay) y la verdad es tan múltiple como la variable opinión. No hay convivencia y sociedad sin acatar la ley: formalismo jurídico (ley positiva, objetiva y racional), dictaron los ilustrados. Solo hay puntos de vista múltiples (perspectivismo), según los posmodernos.


El Holocausto no existió tal como nos lo cuentan; las consecuencias del dismorfismo sexual son irrelevantes, dicen los más extremistas, lo que impulsa relatos disruptivos con respecto al relato más funcional que hasta ese momento existía. Ambos creen encontrar un punto flaco. El gran relato historiográfico estaría obsesionado por encontrar culpables y explicaciones definitivas (el quién y el para qué), desatendiendo el qué y el cómo: qué sucedió, cuál es la exactitud de las cifras. En el detallismo y la exactitud científica ven los segundos una excesiva atención al qué y al cómo, desatendiendo la circunstancia de las vidas concretas, sus deseos y empeños (el quién y el para qué). Ambos extremos son contradictorios en su modo de ver el mundo pero les une la sospecha contra la verdad dogmática de lo que ellos llaman el relato oficial. En el crepúsculo de la Ilustración los nuevos relatos han hecho crecer la posverdad.


El actual debate entre posmodernos e ilustrados no es tan novedoso. Platón afirmaba que en una esfera inmaterial existían la verdad la belleza y el bien. Tomada al pie de la letra esa idea impulsó los dogmatismos religiosos e ideológicos. Como aspiración espiritual sirvió al hombre para mejorar el conocimiento y la vida. Aristóteles estaba por la labor de establecer verdades factuales y de razón: casi de cada rama del saber de su tiempo escribió un tratado con los conocimientos que alcanzó. El hombre va construyendo su modo de vida con los conocimientos que proporcionan las verdades parciales en continua revisión.




Javier Viaplana Ruiz, en La posverdad a juicio, con una extraña facilidad ha puesto a danzar conceptos que hace bien poco han entrado en la conversación. Los aclara con humor y erudición.



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