domingo, 16 de enero de 2022

The Tragedy of Macbeth

 


Hay tan extensa recreación de los clásicos shakespearianos en el mundo anglosajón como parca es la producción de los nuestros en el mundo hispánico. Muchos creadores se sienten en la obligación de exponer su propia versión. Creo que en la que ahora nos ofrece Joel Coen 'exposición' es la palabra apropiada. El Macbeth de este Coen, liberado por primera vez de su hermano Nathan, es un cuadro abstracto en movimiento y en blanco y negro. Hay una tradición cinematográfica en ambos casos. Están Las Campanadas a medianoche de Orson Welles y las interpretadas por Laurence Olivier y está la abstracción de los cineastas nórdicos, de Carl Theodor Dreyer a Ingmar Bergman.


En escenarios de geometría gótica, definidos por la luz que recortan las sombras, parlamentan personajes reducidos al mínimo atrezzo y al movimiento indispensable. Apenas interactúan entre ellos, pues las palabras son verbalizaciones poéticas y las acciones danzas desprendidas en lo posible de la materialidad, fuera de contexto, libres de paisajes exteriores o interiores, para que los sentimientos y las emociones aparezcan en una pureza que se diría inhumana. Del mismo modo, los actores aparecen recortados de un fondo plano, esculpidos, entallados para representar la emoción única del instante. Todo es abstracción, hasta la música, un cuadro que, sin descender de la pared en la que lo contemplamos, sin hacer nada por desengañarnos de la ficción del movimiento, invade un tiempo tasado en 105 minutos.


En la abstracta belleza en blanco y negro de La tragedia de Macbeth de Joel Coen está su condena y su fracaso. Es imposible no admirar la belleza de su propuesta, pero así como la poesía no es un libro de poesía, ni la escultura una galería de esculturas, un cuadro, una pintura no puede contemplarse atendiendo a todos los cuadros de un museo. La tragedia de Macbeth pide que la contemplemos por partes. Y eso hacemos, pero la contemplación requiere un tiempo estático, inmovilizado, y en la proyección cinematográfica no podemos detenernos. El cine nos ha acostumbrado a conmovernos de otro modo: emociones primarias en vez de contemplación. Un cuadro que nos conmociona pone en marcha un complejo mecanismo de percepción memoria y reflexión que pertenece por entero al espectador. En la abstracta propuesta de Joel Coen no hay tiempo para que eso suceda, pero tampoco para que se ponga en juego la cascada de emociones que caracteriza al arte cinematográfico. Requeridos por un plano, un contraste lumínico, una expresión, un gesto, una frase, una palabra, unos compases, lo más fácil es que desconectemos en algún momento, que perdamos el hilo de la acción, aunque no pasará nada cuando volvamos a conectar porque la historia ya nos la conocemos.


Hay una frustración más que añadir a La tragedia de Macbeth. Las grandes propuestas de la tradición cinematográfica estaban ideadas para ser discutidas a la salida de una sala o de un cineforum. El imparable imperio tecnológico nos condena a la recepción en solitario. Un público reducido verá esta obra en diferentes días, en diferentes horas, en medio de una avalancha de imágenes de todo tipo. Leíamos a Dante en casa en solitario, aislados del mundo, con ecos lejanos de otras lecturas, pero Shakespeare no concibió Macbeth para ser leído de ese modo, tampoco Ingmar Bergman sus obras. Quizá amanece una nueva sensibilidad, fría como un témpano.


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