viernes, 21 de enero de 2022

Ficción (A vueltas con 'Noruega')




Cuando uno lee un libro, incluso cuando es una novela, espera que lo que está leyendo sea una transcripción fidedigna de la realidad, tanto más si se le anuncia que lo que tiene delante es realidad ficcionada. Así que hacemos mal cuando, obsesionados por lo que nos gusta especialmente, rastreamos los pasos de quien lo ha escrito. Yo soy el narrador, nos dice el autor, aunque he cambiado el nombre. Me he inspirado en mi experiencia aunque la he cambiado. La búsqueda no puede ser más que decepcionante: se dice, decimos, que la realidad sobrepasa la imaginación, y con ser cierto la realidad necesita ser modelada: las historias que atrapamos en lo que nos cuentan o que a nosotros mismos nos han sucedido necesitan un contexto definido, un tiempo acotado, un espacio delimitado, caracteres perfilados, un orden en la sucesión de los hechos, una apariencia de causalidad, un orden que en la realidad no suele aparecer, es decir, para que la realidad en bruto, siempre tan sorprendente y avasalladora, sea aceptada como historia requiere el auxilio de la imaginación porque el hecho en bruto se agota pronto, no trae consigo el carácter aleccionador, una finalidad, siempre inscrita en nuestra necesidad de dar sentido a la vida, de apartarla de la entropía que nos indiferencia.


Hay una dialéctica irresuelta entre el lector y el autor de una novela que se dice ficcionada. El lector quiere que nada de lo que se le cuenta sea mentira, le sienta mal que le digan que algunos hechos son añadidos, imaginados, incluso aunque se le diga que los añadidos son necesarios para hacerlo verosímil. Ah, que el padre del autor nada tiene que ver con el del narrador, sino más bien al contrario; que Rocío la hermana es un personaje totalmente inventado. ¡Me la has metido doblada, tío! Atenerse a lo estrictamente real es frustrante: el autor lo sabe, ha de comerciar con los adornos para que la historia sea tan larga como necesita una narración; sabe que la mentira forma parte del relato, que sin ella los oyentes no se habrían agrupado alrededor del chamán, que sin ella no habría comenzado la civilización. Por otro lado el lector moderno quiere que no le cuenten cuentos, está ahíto de ellos. Esa dialéctica. Todavía no podemos prescindir de la ficción; más bien al contrario esta es una época en la que la ficción nos envuelve por todos lados.


Aspiramos a una autenticidad imposible. No hay una vida auténtica. Somos seres arrojados a la vida, tardamos en darnos cuenta, si lo hacemos. Y tan pronto como lo constatamos se nos arrebata. La vida es un milagro efímero: no hay reglas y de poco sirven las experiencias previas que nos trasmiten los relatos, siempre amañados, edulcorados, aliviados del trágico destino. Lo dijo el príncipe de los poetas: «La vida es un cuento contado por un idiota lleno de ruido y de furia que no tiene ningún sentido». Pero nos gustaría tanto que acabara bien. Obsolescencia programada.


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