martes, 25 de enero de 2022

Despedida a la francesa, de Patrick DeWitt

 



"Intento marchar al paso del desfile, pero el tamborilero no toca a mi ritmo". (La señorita MacKey maestra de Malcolm)


Imagina que tienes delante de ti una página en blanco, puede ser de papel o una pantalla. Haces bailar tu imaginación para que concrete algo: una mujer glamurosa muy entrada en años pero todavía atractiva. Pongámosle un nombre, Frances. Ahora ideemos una situación llamativa: su muy rico marido, Franklin, fallece en la cama, en casa. Frances está presente pero no se lo comunica a nadie. Más bien tomará una decisión por la que a partir de entonces será conocida: la viuda que dejó a su marido muerto en la cama y se fue a esquiar el fin de semana. Solo a la vuelta lo comunicó a las autoridades forenses. Ya tenemos al personaje principal y un rasgo llamativo de carácter. Qué hacemos a continuación. Pongamos a otro personaje para dar curso a los diálogos -esta es una novela dialógica, más fácil de armar, por tanto: Malcolm, el hijo, un hombre que pone tanto ímpetu en la existencia como podría ponerlo en la inexistencia,


"Permanecía sentado con la mirada fija en sus zapatos; al percatarse de que los llevaba sin atar, se los ató",


a quien Frances recoge de un internado para que viva con ella, a pesar de que sobrepasa los 30 años. A partir de ahí la escritura echa a rodar. Los personajes viven en un apartamento fastuoso de Manhattan, caminan por las calles de Nueva York, frecuentan restaurantes exclusivos o se alojan en suites del Four Seasons.


La novela no tiene un designio, las cosas suceden de un modo como podrían suceder de otro, los diálogos generan frases que se van produciendo como al azar. Por supuesto la escritura reduce las opciones de lo posible y se va encaminando allí donde le lleve: pronto madre e hijo dan cuenta a pasos agigantados de los fondos de la fortuna acumulada por el padre y esposo fallecido. Según las necesidades de la imaginación van apareciendo personajes. Agotada la fortuna aparece el albacea para señalar los pasos a seguir: deben irse antes de que los bancos les desahucien para saldar la deuda y vender rápidamente los objetos móviles de los que pueden sacar algún dinero. Sin posibilidades de poder seguir en Nueva York aparece una amiga, Joan, que les ofrece su apartamento en París. Frances y Malcolm embarcan en un transatlántico y junto a ellos el gato de compañía. Antes Malcolm se ha despedido de su novia Susan, que no desempeña otro papel que el de replicar en unos cuantos diálogos.


En París, el apartamento está en L'Ille de Sant Louis, en el puro centro. Aparece otro hueco que llenar, más páginas en blanco para completar las 250 que como promedio suelen tener las novelas. Si en el carácter de Frances está derrochar una fortuna, unas cuántas páginas se pueden dedicar a los diversos modos en que puede deshacerse de los ciento setenta mil euros que le quedan como resultado de la venta de las fruslerías. Más páginas pueden dedicarse al gato: el gato resulta contener el alma del difunto Franklin Price. En algún momento el autor de esta novela se da cuenta de que puede ser gracioso poner apellidos de actor de película de terror a sus personajes. Desde ese momento serán Franklin Price y Frances Chaney. Frances no tiene buenos recuerdos de la vida con Franklin. Planea estrangularlo y se lo dice al gato, por lo que el gato se pierde con las calles de París, no sin antes pegarle un buen mordisco en la mano. Pero madre e hijo recuerdan a una médium, Madeleine, que hacía de adivina en el transatlántico. Contratan a un detective, Julius, para que la busque. Encontrada, hacen sesiones de espiritismo para ponerse en contacto con el alma gatuna de Franklin. Pero el gato no quiere volver porque sabe lo que le espera. Frances arroja fuera de si hasta el último euro. En las escenas finales, el apartamento de París se convierte en el camarote de los hermanos Marx: salvo el albacea, del que el escritor debe haberse olvidado, ahí se juntan todos los personajes, incluido dos nuevos, una madame Reynard que se añade a la tropa y un prometido que Susan se trae a París. Quizá el final de Fraces, la prota, estuviese en la imaginación de Patrick deWitt, el escritor, desde el principio o puede que no. En todo caso le sirve para completar las últimas páginas que quedaban por llenar. No desvelemos ese final por si alguien se anima a leer este artefacto.


Se supone que la novela es ágil, los personajes estrafalarios y las situaciones alocadas o surrealistas, y que está concebida para hacer reír. Puede. Podrías leer esta novela y no leerla y nada cambiaría en ti. De la mayoría de los libros se puede decir eso. 



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