lunes, 23 de noviembre de 2020

Tercer acto, de Félix de Azúa

 



¿Qué es esto, una novela, un relato autobiográfico, un ensayo sobre el vivir? Algo tiene de las tres cosas pero no es ninguna de las tres por separado. La impresión que a mí me ha dado mientras lo leía es que es un escrito privado para el gusto de amigos y conocidos. No es que un forastero que como yo entre en el país imaginado por el autor, ¿o cada cual no construye con su imaginación su propio país?, no vaya a encontrar algún placer o conocimiento, pruebas ha dado Azúa en sus anteriores escritos de tener buenas ideas sobre arte y literatura e incluso sobre el mundo ambiente, sino que lo que se anuncia como relato está entrecruzado de tantas claves más o menos secretas que uno va interrumpiendo la lectura preguntándose, ¿y este quién será?, ¿y esto sucedió en verdad del modo en que me lo está contando? Como el autor no se ciñe a las reglas de la novela y tampoco a las de la autobiografía, como él mismo declara, es normal que el lector ande perdido y se pregunte ¿y todo esto para qué?


Si fuese una novela los personajes tendrían más recorrido, mi impresión es que están a medio hacer. Solo dos, o dos y medio, hacen bulto, quiero decir, siguiendo su metáfora, actúan como fuerzas gravitatorias haciendo girar a los demás hacia su alrededor. Uno es un filósofo que crea escuela en un bar parisino antes de la muerte de Franco: Julio Silvela Silva, en el que se reconoce claramente a Agustín García Calvo. El otro, Josean o Joseantonio, es más novelesco y se mueve entre la vitalidad desaforada de los años juveniles antifranquistas, alimentados por el alcohol, el LSD y otras sustancias, la cátedra de filosofía en Zorroaga y la extraña política de quienes encuentran un sentido en el apoyo a los asesinos etarras. El medio personaje es una mujer, compañera, amante y esposa de Josean, Mina Soria, una atractiva mujer en miniatura que el autor, convertido en personaje a su vez, en narrador, no acaba de comprender hasta que los estragos de la mente la sacan de la circulación.



Si fuese una autobiografía el autor expondría algo más que su mirada primero ingenua y luego cínica sobre la realidad. Conocemos las metáforas del escritor, su testimonio de que en aquel momento estuvo allí: la tertulia parisina donde Silvela Silva impartía sus seminarios morales, el hospital de Gerona donde sufrió un colapso coronario, la cueva frente al mar en la Costa Brava donde un muchacho francés desapareció en presencia de Josean, el antro del barrio chino barcelonés donde la muerte lo alcanzó, la casa de acogida donde Mina Soria revela un secreto y poco más. Él mismo, el autor-narrador, se describe en el primer capítulo como una suerte de Serenus Zeitblom, el personaje de Doktor Faustus, pero como guía de sí mismo con la intención de comprenderse y amarse. No sé si ha logrado su propósito. En cuanto al lector, mi impresión es que no ha sido invitado a entrar en esta historia: los personajes no tienen el volumen necesario, los sucesos principales no son comprensibles del todo por falta de detalle y si el propósito final es una meditación sobre el rumbo de la vida, de una vida, de cualquier vida, aunque se ve, no alcanza como para ser tenida por lección para uso de hombres con menos luces y experiencia. Aunque siempre es agradable leer a Félix de Azúa, eso no lo niego.


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