martes, 3 de noviembre de 2020

No me queda casa en este pueblo

 


Ya no me queda casa en este pueblo. No la añoro. No tengo recuerdos especialmente gratos de mi difusa infancia, al memos hoy no. Miro desde la altura del Castro y es como si viese por vez primera el paisaje aunque fue aquí donde pase mis años primeros. Aquí donde ahora estoy, bajo mis pies, yacen quienes fueron mis padres, y mis abuelos. Hace poco vi sus restos, un saco de huesos él, un cuerpo yerto ella. Acabo de ver, en las inscripciones lapidarias, el año en que murieron mis abuelos que no recordaba. Francisca en 1957, el 23 de junio, a los 72 años. Gaudencia y Antonio en 1993, en febrero y en junio. El otro abuelo, en Burgos, en 1973. La casa donde viví es ahora una placita con fuente, un hueco.


Veo la carretera, los caminos sinuosos que se pierden hacia el sur y hacia el norte, la torre de la iglesia de Villoviado, la de Revilla, el silo de Lerma, la masa boscosa del extenso monte, la entera horizontal de Solarana, recorrida por el amarillear de los árboles que la enfilan, Nebreda un poco más allá y un poco más abajo, las torres de Tejada, todo lo que me parecía tan lejano y ahora tan cerca, como la vejez, palabra maldita, ni siquiera Felíx de Azúa la nombra en su Tercer Acto. Las Mamblas, las peñas de Carazo y San Carlos, el pico Valdosa y San Millán. Los campos recién arados y lavados, la tierra apretada en los colores de noviembre, cada año imperceptiblemente un poco más compacta, la meseta un poco más meseta. Qué vieron mis padres y mis abuelos, ni yo mismo recuerdo qué veía al mirar hacia el monte, hacia Villoviado, ¿veía la torre de su iglesia? Todo lo que veo irá cambiando mucho después de que los ojos que ahora describen el paisaje dejen de mirar.


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