Escribe
Tim
Flannery
que cualquier especie en algún momento se encuentra en un cuello de botella para prosperar
del que sale o bien al estilo Medea (mito), agotando con furor suicida
los limitados recursos de que dispone, lo que le lleva a la
extinción, o encontrando una solución cooperativa, creando un superorganismo común que regula la vida de la especie (como las hormigas
o las abejas) o encontrando
formas de colaboración con
otras especies dentro del ecosistema. Competencia suicida contra cooperación. Si como especie
hemos prosperado en tan poco tiempo se debe a que la
variedad genética
entre
humanos es
muy pequeña. Algo
sucedió antes de la revolución agrícola. El ‘escarceo
con la extinción’ humana
lo sitúa Flannery hace 70.000 años tras
el estallido del volcán Tambora, que
alteró de golpe la atmósfera, bajando la temperatura entre 2 y 5
grados,
que casi nos
llevó a la desaparición.
Todos los humanos procedemos de las
pocas parejas supervivientes, entre
1.000 y 10.000,
de ahí la uniformidad
genética, mayor
que la de la mayoría de los
mamíferos,
lo
que
facilitó una ‘humanidad esencial’ presta
a cooperar.
Una
especie de
revolución cognitiva hizo
posible, con el tiempo, un
cambio de
vida del
cazador recolector al
agricultor. El primero tenía que saber de todo: cazar, vigilar, defender, cuidar la progenie, en
la vida comunitaria del
segundo las
tareas se fueron repartiendo.
Para el primero la supervivencia era dura, competía con otras
especies y con otros clanes, un
altísimo
porcentaje de la población moría de forma violenta,
para el segundo la
vida se fue haciendo más segura,
cooperaba. La cooperación cultural de las sociedades humanas nos
ha traído hasta aquí.
La
paz y la seguridad prosperan
donde hay cooperación. Para
el
Peace Research Institute de Oslo las
guerras tienden a desaparecer. Entre
1946 y 2002 los
muertos
en combate en el mundo han
disminuido en
más
del
90 %.
La
vida en las sociedades agrícolas y urbanas es ambivalente. La
división del trabajo (la
magia que hace posible la prodigiosa productividad de nuestras
sociedades industriales, según Adam Smith)
que les es propia nos asegura una vida más próspera, más larga,
más completa. A cambio nos hace más torpes, menos inteligentes. En
general nos especializamos en una cosa (albañiles, profesores,
médicos, policías, torneros) y somos inútiles en las demás. La sociedad es cada vez más poderosa pero los individuos más incompetentes. Con
la robotización tememos que la tendencia aumente. No tendremos una
habilidad útil para la sociedad. ¿Seremos prescindibles? El cerebro será un instrumento
sobredimensionado. De
hecho, según
Flannery,
después del último periodo glaciar hemos perdido masa cerebral (10%
los hombres; 14% las mujeres). Escribía
Adam Smith:
“El hombre cuya vida entera se dedica a realizar unas pocas operaciones sencillas [...] generalmente se vuelve tan estúpido e ignorante como resulta posible que lo haga una criatura humana. El sopor de su mente le hace no solo incapaz de disfrutar de cualquier conversación racional, o de participar en ella, sino de concebir cualquier sentimiento generoso, noble o tierno [...]. Sobre los grandes y extensos intereses de su propio país es totalmente incapaz de opinar; y a menos que se hayan tomado medidas muy particulares para que sea de otra forma, es igualmente incapaz de defender a su país en la guerra”.
No
sé si se pueden extraer consecuencias de esos datos con respecto a
la actualidad. La tentación es grande. Como sabemos tan poco de casi
todo depositamos nuestra fe en expertos especializados y en líderes
que creemos más sabios que nosotros mientras nos desentendemos de
los graves problemas. En una sociedad tan tecnológica como la
nuestra, donde desconocemos lo más básico del funcionamiento de las
cosas, la división del trabajo que nos ha hecho avanzar tanto ha
limitado el conocimiento especializado de que disponemos y por tanto nuestra
capacidad de juicio, no solo para comprender los procesos sino para
elegir y decidir. Confinados en nuestras casas miramos la pantalla
embobados y esperamos que alguien decida por nosotros. Dóciles, domesticados, indefensos.

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