Para
la mayoría un millón
y medio de euros es una cifra muy grande. Entre otras cosas te
permite tener una casa de 250 m² con un jardín y piscina de otros
2000 m² y
expansión al bosque aledaño.
Es una diferencia extraordinaria para una familia que viva en una
pieza de 60 o 70 m². Por ejemplo, permite poder respirar a pleno
pulmón, pasear sin miedo a la presencia de la policía y a la
correspondiente sanción, tumbarse en una tumbona a tomar el sol o a
leer junto a una taza de café y
unas pastitas
u ofrecer la cara desnuda
a
la tarde lluviosa y
abrir de par en par las cristaleras al atardecer sin temor a que los
vecinos fisgoneen en el salón o
jugar con los niños al corre corre hasta que se fatiguen y puedan
pasar y dejar pasar una buena noche. Y ya en el interior los
diferentes miembros de la familia pueden tener espacios privados para
combinar actividades diferenciadas de modo que no salten chispas
durante un confinamiento prolongado. Una habitación propia, incluso
un estudio privado donde uno pueda dedicarse a una afición íntima y
hasta secreta, aquello que mantiene el equilibrio entre nuestra
identidad diferenciada
y la vida compartida.
¿Se
puede considerar una diferencia sustancial la distancia que va de un
millón y medio a cien millones o incluso de estos a mil millones? La
clave está en la perspectiva. Para el hombre y la mujer con niños
que vive en la residencia, algunos le dicen casoplón,
mentada al inicio, sí que lo es. Y claman. Hasta insultan y vejan e
incitan. Pero para la familia que vive en el diminuto apartamento de
60 o 70 m² sin terraza ni balcón, con una sola pieza de baño, una
cocina minúscula y un salón estrecho donde pasan las horas con una
lentitud exasperante, y los días pasan igual, la pareja a solas con
intereses tan diversos, uno queriendo ver una serie, otro leer y
quizá un tercero escuchar música, cuando no hay un desesperado por
hacer caer el silencio sobre su alma atormentada, no puede notar una
diferencia sustancial entre el propietario
del millón y medio, el
propietario
de cien y
el propietario de mil millones.
Y suerte tiene esa pareja o ese trío si tienen un hijo mayor,
siempre que no sea adolescente, porque, ¿habrá otro -podrá
preguntarse uno de los dos- más pobre y triste que yo?, y sí, si lo
hay, pues
en un parecido salón sin balcón al exterior, una planta más abajo,
hay un hombre y una mujer fuera de sí, tan haber agotado todos los
recursos para entretener a un niño de cinco años y a una niña de
dos, tan exhaustos, tan desesperados, que no pueden atender las
quejas de auxilio, con llamadas a la policía incluidas,
de la señora mayor del piso de más abajo, o
de la asistente de la señora mayor, tanto da,
porque ya no puede más con la batahola de los niños, por no poder
ni pueden la
pareja de mujer y hombre encender
la tele para recibir la
solidaridad que les envía el hombre del millón y medio de euros
con casa de 250 m² y jardín con piscina de 2000 m² y expansión al bosque aledaño.
Aunque
puede que haya una sonrisa en su rostro ajado, un alivio en su
desesperación, cuando una llamada de teléfono les informe de que
son sujetos de una benévola paga, llamada del mínimo vital, que el
hombre generoso del millón y medio de euros ha tenido a bien
conceder a las familias en aprietos de
modo que puedan llegar a final de mes con algo más de alimento en el
frigorífico. No tienen el hombre y la mujer tiempo para discernir
sobre la caridad, quién paga, de dónde procede la limosna, si es
otra forma más de humillación y servidumbre, si habría otra manera
de tener un ingreso que les correspondiese en derecho, un derecho
general aplicado a todo el mundo, como el derecho al trabajo y a la
vivienda y
a la salud,
como el derecho a respirar a pulmón lleno, sin que implicase
agradecimiento a ese hombre y a su máquina de poder, sin que
atentase a su dignidad de hombres libres, no tienen tiempo porque
todo él lo dedican a sobrevivir junto a sus hijos en su minúscula
habitación.
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