“¿Qué sentido tiene ser libres si no es vivir libres? ¿Qué valor tiene una libertad política sino como medio de alcanzar la libertad moral? ¿Es de la libertad de ser esclavos o de la libertad de ser libres de lo que nos jactamos?”. (Henry David Thoreau «Life Without Principle», 1863).
Distinguía
Hannah Aredt entre dos tipos de libertad, la liberación de la
opresión y la libertad para ser libres. Desde el XVIII, desde que la
revolución adquirió el sentido que para nosotros tiene hoy, en los
procesos revolucionarios se han dado dos
momentos diferenciados. Comienza siendo una lucha contra un régimen
opresor, con la voluntad de restaurar un orden perdido (sentido
originario de la revolución como ciclo que recomienza), liberándose
del tirano y, como sin querer, por
el camino, aparece
otro movimiento subterráneo en que se halla implicada la libertad,
el deseo inconsciente, no buscado, del pueblo, de convertirse en
ciudadanos, de adquirir y poseer una libertad pública, que haga
partícipe a cada uno del debate y del ejercicio del poder. La
revolución se transforma en proceso revolucionario.
Pone los ejemplos clásicos de las revoluciones americana y francesa.
La primera es un ejemplo de
éxito,
la segunda de fracaso. En
la americana separa dos momentos, la guerra de independencia, por
medio de la cual las trece colonias se liberan del absolutismo
inglés, y el proceso revolucionario, en el que de forma sobrevenida,
el pueblo participó en asambleas locales y estatales para crear un
poder nuevo expresado en la primera constitución del mundo. La
libertad ‘restaurada’ se transformó en proclama de los derechos
civiles (vida, libertad y propiedad) como derechos inalienables de
todos los seres humanos.
Algo
parecido ocurrió en Francia a partir de 1789. Lo que comenzó siendo
una voluntad
de restaurar el
orden y la
racionalidad
perdida en la monarquía absoluta acabó generando órganos de un
nuevo poder. El que uno fuese exitoso y el otro acabase en el terror
se debió a la situación de miseria que se vivía en Francia. En
cambio en la
América
de
las colonias se vivía una ‘adorable igualdad’, donde el
individuo más desgraciado, según Jefferson, estaba en mejor
situación que diecinueve de los veinte millones de habitantes de
Francia.
Los
cientos de miles de esclavos que
malvivían en las colonias no
estaban en condiciones de convertirse en sujetos de ciudadanía.
La miseria, en
Francia,
desbordó los cauces del poder constituyente (“Les
malhereux sont la puissance de la terre”,
Sant Just), hacia el terror.
Ese surgimiento espontáneo, inesperado, de la voluntad de hacerse
con el poder, de buscar cauces para que se exprese la ‘libertad
pública’ ha aparecido muchas veces en la historia. Arendt menciona
unos cuantos: 1848, la Comuna de París, los consejos soviéticos,
los espartaquistas, la revolución húngara de 1956, a los que se
podría añadir los que se formaron en el este tras la caída del
muro, la Primavera Árabe o el 15-M en nuestro país. La mayor parte
de las veces esa voluntad de empoderarse de los ciudadanos acaba en
fracaso por el sabotaje de revolucionarios profesionales como bien
conocemos aquí. Liberación
del tirano y libertad política no son la misma cosa. “La
liberación es de hecho una condición de la libertad, aunque la
libertad no sea en absoluto una consecuencia necesaria de la
liberación”. Estas
ideas aparecen en Sobre
la revolución.
En
un opúsculo más breve, aparecido póstumamente, Sobre
la libertad,
Hannah Arendt da una vuelta de tuerca a su pensamiento político, a
partir de una nueva oposición. Distingue entre una libertad
negativa, aquella que busca liberarse de la opresión y una
afirmativa, la voluntad de ser libres. Este nuevo dualismo, más
moderno, más
clarificador, nos
ayuda a levantar el velo sobre la
vida política en la actualidad.
Para
que esa libertad sea posible hay un condicionante. Hasta no hace
mucho solo los hommes
de letres
disponían de libertad de espíritu. Sus condiciones materiales se lo
permitían. Lo que conocemos como historia de la humanidad es la
historia de unos pocos privilegiados. Libres de necesidad desconocían
el miedo, por lo que podían desarrollar el gusto por la libertad y
la igualdad que acarrea, señala Arendt.
“Tanto si acaba con éxito, con la constitución de un espacio público de libertad, como si termina en desastre, para los que se arriesgaron a emprenderla o a participar en ella contra sus inclinaciones y sus expectativas, el significado de la revolución es la actualización de una de las potencialidades más grandes y más elementales del hombre, la experiencia sin igual de ser libre para emprender un nuevo comienzo, de donde proviene el orgullo de haber abierto el mundo a un Novus Ordo Seclorum”.
Cada
vez que tiene ocasión, tras un proceso revolucionario de liberación,
el hombre quiere conquistar una libertad que le haga igual a los
demás. Todo
parecía que, al menos en Occidente, habíamos llegado al punto en
que la necesidad había desaparecido de nuestras vidas y, en
consecuencia, podíamos optar a la libertad de ser libres. Pero cabe
preguntarse si, ya antes de la extraordinaria situación en que nos
encontramos,
la gente quería ser libre. Los
movimientos populistas están en el poder en buena parte del mundo
antes de ahora. Ahora,
el miedo volverá a nuestras vidas y con él
el gusto por la libertad desaparecerá. Me gustaría equivocarme.


No hay comentarios:
Publicar un comentario