No
es de ahora, es antiguo el miedo a guardarse la opinión porque los
interlocutores son más y tienen más poder y el temeroso no quiere
que le arrinconen con una simple palabra que contiene el suficiente
desprecio y humillación como para sentirse excluido. Sabe que
defiende lo más razonable, que está mejor informado, que las
soluciones que plantea a los problemas son menos dañinas y más
abarcadoras pero aún así se calla porque la mayor parte de las
veces está solo y quienes
podrían apoyarle son más cobardes. Ocurre
en la vida de la gente común sin mayores consecuencias que el
silencio y la pérdida. Pero también ocurre en la vida pública,
allí donde se juega la partida de la distribución del poder y los
recursos. Un ejemplo. El
insidioso descrédito a que están sometiendo a los jueces. La
presión es tan fuerte que algunos cederán. Lo hemos visto en
algunas sentencias recientes. No sólo quieren que a los suyos no se
les toque ni un pelo sino que dicten sentencias políticas: no que se
haga justicia sino que sigan el dictado. Así se va minando la
neutralidad del Estado, corrompiéndolo.
Creen
que ‘la mujer’ es suya, que suyo es ‘el ecosistema’ o que ‘la
pobreza’ es de su propiedad (a
los obreros parece que los tienen un poco descuidados),
como
durante 2000 años así lo ha creído la Santa Madre Iglesia.
Creen que tienen las mejores ideas, pero solo tienen memes gastados
por tanto tránsito. Las
ideas más frescas, las mejores no las tienen ellos.
Y
cuando lo adivinan, estigmatizan a quienes las defienden, lo
ensucian, lo envilecen porque del mismo modo que los productos no
debe regularlos el mercado, tampoco las ideas deben ser debatidas y
confrontadas en
la plaza porque
en ese mercado no ganarían y lo que les importa no es producir y
distribuir mejor, del modo más eficiente y justo, sino
tener el poder. Un poder sin contestación, con todos los órganos
del Estado politizados, con la oposición disminuida (ya veremos si
encarcelada) y los ciudadanos convertidos de golpe en ‘pueblo’.
Un pueblo obediente, aplaudidor, callado. Por eso sus enemigos
mayores son la libertad y la igualdad.
Es
tal su exhibición de poderío, tal su abrumador dominio de los
medios y
las redes,
las universidades, las calles, los bares, tal su intimidación, que
tengo la impresión de volver a la lucha antifranquista. Que
al igual
que entonces hay
que volver a
las alcantarillas, a
hacer
fotocopias y
repartirlas
con sigilo, a las quedadas en bares oscuros con
los pocos amigos que saben y no tienen
miedo.
Ha cambiado sin embargo una cosa, entonces los ricos estaban con
Franco. Ahora, como
muy bien ve Quintana, están con los reaccionarios de izquierdas.
Jaume Roures y toda su pandilla es el epítome. Otra vez defendiendo
lo básico: la libertad y la igualdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario