Durante
estas semanas han sucedido cosas en el campo, maravillas que tengo en
la memoria que no
podré
ver. El sol rebotando en los troncos de los pinos a primera hora,
vistiéndolos
con una temblorosa lámina dorada; las hojas recién brotadas en las
hayas, cubriendo el dosel del bosque de un verde claro que sólo se
ve durante una semana; los corzos que huelen la presencia del hombre
corriendo al otro lado de una quebrada; qué decir de los campos de
almendros y de las hojas de los cerezos recién caídas, tornando
blanco un valle entero, y de la entera superficie de Castilla que
busca cada día en los tonos del verde un modo de decir que no es
áspera ni seca, qué decir. No nos espera, no se detiene la vida, si adquiriera
el habla, nuestro modo de hablar cerrado, no sabría cómo hacerlo,
no sabría como preguntarnos si había para tanto.
No
estamos hechos para estar encerrados. Lo de estar en una casa tan
corta es reciente. Un proceso de domesticación. Nos atamos a los
animales, al trigo y a la cebada. Nos atamos a la estrecha familia y
a una casa. Nos
ajuntamos a un pueblo, aunque aún podíamos alzar la vista y ver
encinas y animales que huían de nosotros. Después, recientemente,
nos apretujamos en ciudades, cada vez más grandes, cada vez más
ciegas. A esta hora de la tarde, cuando escribo, el luctuoso día no
me deja ver más que una pared de ladrillo bien larga, ventanas con
las cortinas echadas, alguna
maceta y un geranio,
un tejado de rojo pálido, con chimeneas y ni un pájaro. Tan sólo
una ventana se abre a mi curiosidad. Una mujer con jersey cuello
cisne blanco me da la espalda. Teclea como yo delante de una
pantalla, orientada hacia una pared que da al sur y,
en medio, otra pantalla muy grande que no mira, alguien a quien no veo la
debe estar mirando.
Un
homo sapiens domesticado.
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