jueves, 23 de abril de 2020

Domesticado



Durante estas semanas han sucedido cosas en el campo, maravillas que tengo en la memoria que no podré ver. El sol rebotando en los troncos de los pinos a primera hora, vistiéndolos con una temblorosa lámina dorada; las hojas recién brotadas en las hayas, cubriendo el dosel del bosque de un verde claro que sólo se ve durante una semana; los corzos que huelen la presencia del hombre corriendo al otro lado de una quebrada; qué decir de los campos de almendros y de las hojas de los cerezos recién caídas, tornando blanco un valle entero, y de la entera superficie de Castilla que busca cada día en los tonos del verde un modo de decir que no es áspera ni seca, qué decir. No nos espera, no se detiene la vida, si adquiriera el habla, nuestro modo de hablar cerrado, no sabría cómo hacerlo, no sabría como preguntarnos si había para tanto.

No estamos hechos para estar encerrados. Lo de estar en una casa tan corta es reciente. Un proceso de domesticación. Nos atamos a los animales, al trigo y a la cebada. Nos atamos a la estrecha familia y a una casa. Nos ajuntamos a un pueblo, aunque aún podíamos alzar la vista y ver encinas y animales que huían de nosotros. Después, recientemente, nos apretujamos en ciudades, cada vez más grandes, cada vez más ciegas. A esta hora de la tarde, cuando escribo, el luctuoso día no me deja ver más que una pared de ladrillo bien larga, ventanas con las cortinas echadas, alguna maceta y un geranio, un tejado de rojo pálido, con chimeneas y ni un pájaro. Tan sólo una ventana se abre a mi curiosidad. Una mujer con jersey cuello cisne blanco me da la espalda. Teclea como yo delante de una pantalla, orientada hacia una pared que da al sur y, en medio, otra pantalla muy grande que no mira, alguien a quien no veo la debe estar mirando. Un homo sapiens domesticado.


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