James
Lovelock erró al valorar la importancia que los CFC
(clorofluorocarburos)
tenían en relación
a
la composición de la
atmósfera y nuestra salud. En
la disputa que mantenían los verdes con las empresas químicas, se
puso de lado de estas.
Hoy
los CFC están prohibidos porque se ha demostrado su toxicidad y su
influencia en
la capa de ozono, al
liberar
los
átomos
de cloro que
la
destruyen.
Pero
fue Lovelock quien inventó el medidor de gases en
la atmósfera (el
detector de captura de electrones ECD) que detectó los CFC. También
tuvo la idea de que la
composición
química de la atmósfera
tendería a la entropía, al desorden, como ha
sucedido por ejemplo con Venus hasta
convertirlo en un planeta estéril,
si no fuese porque algo distingue a la Tierra que hace que la química
de la
atmósfera se
mantenga
en
equilibrio, la vida. Sus aciertos son descomunales, el más
importante haber visto antes que nadie la dinámica entre los tres
componentes esenciales de nuestro planeta, los océanos, la masa
continental y la atmósfera. Buscó un nombre para esa idea, Gaia: la
Tierra funciona como un superorganismo que se autorregula, no en el
sentido de que
sea un ser vivo, sino en
el de interrelacionar los
distintos
elementos,
ordenados
por
la biosfera.
Como todas las ideas novedosas que van en contra de lo
asentado,
fue muy discutida
y Lovelock despreciado
e
insultado.
Es una historia que se repite con los grandes descubridores.
La
idea de que la humanidad se acerca a su extinción no es nueva. La
especie humana es otra especie más. Toda especie tiende a la
expansión exponencial, pero la superpoblación encuentra un
límite. O corre hacia su extinción o encuentra el modo de
autorregularse. Ninguna especie se salva, ni los conejos australianos
ni la hormiga cortadora de hojas. ¿Y los humanos? Esto decía
Malthus en 1789:
"Las epidemias, la pestilencia y la peste avanzan en terrible formación, y barren a sus víctimas por miles y decenas de miles. Si el éxito todavía fuera incompleto, la hambruna gigantesca inevitable les va a la zaga, y con un poderoso golpe, nivel a la población con los alimentos del mundo".
El
catastrofista Malthus veía la barrera a nuestra expansión
poblacional en los recursos limitados del planeta. Como los conejos
australianos que saltaron por encima de los cadáveres de sus
congéneres que se acumulaban en las vallas que el gobierno había
puesto para contenerlos, hemos encontrado el modo de soslayar la
prohibición maltusiana mediante la tecnología de la industria
agroalimentaria y la planificación familiar.
James
Lovelock no
cree, sin embargo, que tengamos tanta suerte con la amenaza del
cambio climático. Según él, “nueve de cada diez seres humanos
que vivan durante este siglo morirán por causas relacionadas con el
clima dejando una población de tan solo unos pocos cientos de
millones, aferrados a refugios en lugares como Groenlandia o Nueva
Zelanda. Nuestra civilización global quedará destruida”.
Para
la maldición Malthus (los recursos alimentarios son insostenibles
para mantener a la población mundial y, en consecuencia, habrá
guerras y hambrunas que diezmarán a la humanidad.) hemos encontrado
solución: la llamada transición demográfica. La planificación
familiar y el gusto por la libertad y comodidad del individuo en las
sociedades desarrolladas, que sacrifica el mandato de la reproducción
(el gen egoísta) por el
propio bienestar. ¿Encontraremos remedio a la anunciada catástrofe
climática?
La
pequeña catástrofe que estamos viviendo ahora en todo el mundo nos
hará más sabios, nos
servirá de advertencia y
nunca más escogeremos para gobernarnos a ineficientes populistas que
tengan que enfrentarse a los episodios que nos esperan.
¿O estoy equivocado?


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