sábado, 18 de abril de 2020

¿Quién eres tú?


El acto primordial y específicamente humano debe contener al mismo tiempo la respuesta a la pregunta planteada a todo recién llegado: “¿quién eres tú?”. (Hannah Arendt, La condición humana).

Tenemos derecho a pensar que todo lo que se relaciona con el coronavirus es un problema político. En primer lugar la política sanitaria, su gestión y el debate sobre qué hacer. Y que la gestión política es un desastre. Un desastre que salvo honrosas excepciones afecta a todo el mundo y de un modo descorazonador a Occidente. Este acontecimiento tan inesperado como brutal demuestra la inconsistencia de la democracia o, como lo diría Hannah Arendt, la atrofia de la política, ha levantado el manto para cubría la desnudez del emperador. La democracia supone el gobierno del pueblo, mediante la participación en la vida pública o mediante la representación. Pero no hay tal pueblo. Solo impotencia, lo contrario que han predicado estos años los demagogos, empoderamiento. Nunca ha habido empoderamiento. El pueblo es una masa informe obligada a recluirse en sus casas, cuya conducta es pautada de acuerdo a sugerencias emitidas por canales en los que la publicidad y la propaganda se indistinguen: ejercicios que hacer en el salón de casa, canciones que cantar al despertarse, cosas que comprar en la única salida permitida en el súper, series que ver, a quién aplaudir todos a la misma hora de la tarde, la forma correcta de pensar el acontecimiento.

Lo que revela no es una conducta sobrevenida, sino un masivo comportamiento que aparece al levantarse el velo. No existe la política como el negocio de todos sino una gran simulación en la que todos parecen encontrarse a gusto. Contra lo que algunos pudieron desear, cubiertas las necesidades materiales, no prendió en el pueblo el deseo de hacerse cargo de sí mismo, de ocuparse de sus asuntos. No es posible reunirse todos juntos en el parque del castillo o en la plaza mayor, no hay espacio para todos. Pero no es eso lo que falta, sino la voluntad de adueñarse de su destino. Por experiencia sabemos cómo se conducen las asambleas, cómo los profesionales se apropian de la masa que las puebla para convertirlas en peso y signo de su poder falsario.

La vida política se ha reducido a un acto ritual comunitario que no tiene mayor valor que la elección de un traje para asistir a una boda o a un entierro, que tras la ceremonia se cuelga en una percha. Democracia representativa. El poder no es el atributo de un individuo, sino el atributo de un grupo.
Poder corresponde a la capacidad humana, no simplemente para actuar, sino para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo; pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido”. (Hannah Arendt).

No es eso lo que falta. Lo que falta tiene que ver con deseos, expectativas, formación y probablemente configuración de la mente. Por qué es tan limitada nuestra capacidad de comprensión. Por qué nos adherimos a conjuntos de ideas acabados, completos, sin posibilidad de disentir o reformular, inconscientes de abrazar una ideología que nos incapacita para pensar libremente, que anula una parte importante de nuestra personalidad. Abrazada la ideología o, ni siquiera, abrazada una posición en una trinchera, un estado anímico, un marco de pensar, encerrados en esa estrechez aceptamos cualquier cosa, desde una sugerencia a una imposición, desde el cliché más tonto porque pertenece a alguien que está en nuestro campo a la defensa de un malvado porque enarbola la misma bandera. No hay error, falta, incompetencia, no hay culpa en el grupo al que nos hemos adherido, no hay responsabilidad que exijamos a las personas que hemos elegido por sus actos políticos. Disculpamos, exculpamos.

Cuando Hannah Arendt expone el ideal político de la libertad para ser libres, no concibo un bien superior. El hombre educado y maduro se hace consciente de su pertenencia a la sociedad de iguales y con sus semejantes se dispone a organizar la vida común. Escucha y quiere ser escuchado en el espacio público que hemos creado entre todos. No puede haber un grado superior de civilidad. Pero eso no ocurre. No podemos ser hombres completos si no nos hacemos oír en un espacio público. No lo hacemos. La razón de la política es la libertad, pero qué sucede su renunciamos a ella, si estamos a disgusto ejercitándola. ¿No queremos? ¿No podemos? ¿Qué nos incapacita? Ante el acontecimiento hemos consentido, nos hemos sometido. No actuamos como hombres libres sino como un rebaño domesticado. Qué sucede en nuestra mente. Qué hay de mal organizado para que cuando llega la ocasión aparezca nuestra verdadera naturaleza de hombres sometidos. ¿O acaso la libertad es una ilusión, un concepto sin sentido? Necesitamos con urgencia entender cómo funciona la mente humana. Es el desafío superior a cualquier otro para este siglo.


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