“El acto primordial y específicamente humano debe contener al mismo tiempo la respuesta a la pregunta planteada a todo recién llegado: “¿quién eres tú?”. (Hannah Arendt, La condición humana).
Tenemos
derecho a pensar que todo lo que se relaciona con el coronavirus es
un problema político. En primer lugar la política sanitaria, su
gestión y el debate sobre qué hacer. Y que la gestión política es
un desastre. Un desastre que salvo honrosas excepciones afecta a todo
el mundo y de un modo descorazonador a Occidente. Este acontecimiento
tan inesperado como brutal demuestra la inconsistencia de la
democracia o, como lo diría Hannah Arendt, la atrofia de la
política, ha levantado el manto para cubría la desnudez del
emperador. La democracia supone el gobierno del pueblo, mediante la
participación en la vida pública o mediante la representación.
Pero no hay tal pueblo. Solo impotencia, lo contrario que han
predicado estos años los demagogos, empoderamiento. Nunca ha habido
empoderamiento. El pueblo es una masa informe obligada a recluirse en
sus casas, cuya conducta es pautada de acuerdo a sugerencias emitidas
por canales en los que la publicidad y la propaganda se indistinguen:
ejercicios que hacer en el salón de casa, canciones que cantar al
despertarse, cosas que comprar en la única salida permitida en el
súper, series que ver, a quién aplaudir todos a la misma hora de la
tarde, la forma correcta de pensar el acontecimiento.
Lo
que revela no es una conducta sobrevenida, sino un masivo
comportamiento que aparece al levantarse el velo. No existe la
política como el negocio de todos sino una gran simulación en la
que todos parecen encontrarse a gusto. Contra lo que algunos pudieron
desear, cubiertas las necesidades materiales, no prendió en el
pueblo el deseo de hacerse cargo de sí mismo, de ocuparse de sus
asuntos. No es posible reunirse todos juntos en el parque del
castillo o en la plaza mayor, no hay espacio para todos. Pero no es
eso lo que falta, sino la voluntad de adueñarse de su destino. Por
experiencia sabemos cómo se conducen las asambleas, cómo los
profesionales se apropian de la masa que las puebla para convertirlas
en peso y signo de su poder falsario.
La
vida política se ha reducido a un acto ritual comunitario que no
tiene mayor valor que la elección de un traje para asistir a una
boda o a un entierro, que tras la ceremonia se cuelga en una percha.
Democracia representativa. El poder no es el atributo de un
individuo, sino el atributo de un grupo.
“Poder corresponde a la capacidad humana, no simplemente para actuar, sino para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo; pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido”. (Hannah Arendt).
No
es eso lo que falta. Lo que falta tiene que ver con deseos,
expectativas, formación y probablemente configuración de la mente.
Por qué es tan limitada nuestra capacidad de comprensión. Por qué
nos adherimos a conjuntos de ideas acabados, completos, sin
posibilidad de disentir o reformular, inconscientes de abrazar una
ideología que nos incapacita para pensar libremente, que anula una
parte importante de nuestra personalidad. Abrazada la ideología o,
ni siquiera, abrazada una posición en una trinchera, un estado
anímico, un marco de pensar, encerrados en esa estrechez aceptamos
cualquier cosa, desde una sugerencia a una imposición, desde el
cliché más tonto porque pertenece a alguien que está en nuestro
campo a la defensa de un malvado porque enarbola la misma bandera. No
hay error, falta, incompetencia, no hay culpa en el grupo al que nos
hemos adherido, no hay responsabilidad que exijamos a las personas
que hemos elegido por sus actos políticos. Disculpamos, exculpamos.
Cuando
Hannah Arendt expone el ideal político de la libertad para ser
libres, no concibo un bien superior. El hombre educado y maduro se
hace consciente de su pertenencia a la sociedad de iguales y con sus
semejantes se dispone a organizar la vida común. Escucha y quiere
ser escuchado en el espacio público que hemos creado entre todos. No
puede haber un grado superior de civilidad. Pero eso no ocurre. No
podemos ser hombres completos si no nos hacemos oír en un espacio
público. No lo hacemos. La razón de la política es la libertad,
pero qué sucede su renunciamos a ella, si estamos a disgusto
ejercitándola. ¿No queremos? ¿No podemos? ¿Qué nos incapacita?
Ante el acontecimiento hemos consentido, nos hemos sometido. No
actuamos como hombres libres sino como un rebaño domesticado. Qué
sucede en nuestra mente. Qué hay de mal organizado para que cuando
llega la ocasión aparezca nuestra verdadera naturaleza de hombres
sometidos. ¿O acaso la libertad es una ilusión, un concepto sin
sentido? Necesitamos con urgencia entender cómo funciona la mente
humana. Es el desafío superior a cualquier otro para este siglo.
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