Cuando
nos conformamos con una palabra, una frase, un giro, que
supuestamente contiene una explicación ordenada de algo complejo que
nos preocupa, nos asusta o no comprendemos desaparece el niño que
éramos, aquél que por más que le decían esto y lo otro él seguía
preguntando por qué y por qué y por qué. Hasta que un adulto le
decía, bueno, calla,
calla
ya, eso es así porque sí. Así fue creciendo ese niño,
conformándose, dejando de hacer preguntas, aceptando que las cosas
son así, sin más. Pero los fenómenos que observamos, los que nos
afectan y los que parecen lejanos, no tienen una explicación
sencilla, todo lo que es es un cruce de influencias que requiere
tiempo, paciencia e inteligencia para ser entendido. Tuvo que tener
suerte o una férrea voluntad aquel niño para no conformarse y
buscar el orden y la composición de las cosas, unos padres
pacientes, un profesor meticuloso o un inconformismo natural. Pero no
es eso lo que sucede con la mayoría. El porque sí así son las
cosas suele ser el único bagaje intelectual de que dispone la
mayoría para interpretar el mundo. Con
algo
tan endeble, no es raro convertir un concepto, o una corta serie de
ellos, en artículos fijos, inmutables, en el comercio de las ideas.
En una discusión no se tiene otra cosa que aportar y como en ese
estado deplorable de intelección suele estar la mayoría, la
discusión sobre un asunto complejo se acaba pronto porque el que
sigue preguntando por qué está en minoría y pronto se le tacha de
raro o excéntrico y hasta de asocial. El adulto infantilizado, el
que no fue capaz de desarrollar un mundo propio donde tratar de
encajar sus preguntas, sus preocupaciones, sus angustias, inhábil
para seguir preguntando, necesita de una instancia superior a la que
confiarse y
en la que confinarse.
Así
estos días en que la gente procura atajar sus miedos buscando
respuestas sencillas, ya probadas, no para entender sino para
explicar (al dictado) el origen del virus y del desastre de su gestión sanitaria.
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