Cada
mañana al abrir los ojos y mirar por la ventana doy gracias por el
don de la existencia. Sorprendentemente estoy vivo y luce el sol.
Enseguida conecto con el mundo y compruebo que no estoy solo. Las
aves descubren que son más libres que otras veces y cantan con
fuerza, también los árboles parecen brillar con mayor
intensidad. Pronto
caigo en que hay quien me quiere, que piensa en mí como yo pienso en
ellos. Un ligero terremoto recompone mi cuerpo y si no fuese tan duro
y contenido una lágrima
bajaría por mi mejilla. Y me doy cuenta de algo más, que quizá no
hay que agradecer porque es una conquista, estoy
poniendo signos en esta pequeña pantalla, mientras contemplo el
cerezo soleado de la esquina, signos
que
puedo enviar sencillamente con un clic para que otros puedan
descifrarlos.
Estoy
vivo de milagro podría yo decir, adornando lo que en sencillo es
mero azar, y en equilibrio más o menos inestable me mantengo, a
merced de la suerte y el desarrollarse complejo de la naturaleza.
Soy una intersección de fuerzas entre las que me desplazo en un
continuo desgaste, en una continua desorganización más o menos
programada hasta la total descomposición.
En
este deambular, a la naturaleza se suma el trato con los hombres.
Aquí sucede al revés, por acuerdo y una comprensión del mundo cada
vez más afinada, nos hemos ido organizando, no siempre en línea
recta, a menudo con tropezones y caídas, pero hemos ido ganando en
eficiencia y armonía y eso que cada vez somos más sobre la tierra,
mayores las necesidades y las relaciones más complejas. Nuestra
ciencia hace más precisa la comprensión del mundo pero aún es
insuficiente. Estamos empezando a comprender el ida y vuelta de
nuestro trato con la tierra, somos tantos y hacemos tanto que en el
conjunto de lo que sucede nuestra acción modifica lo que creímos
intangible, independiente de nosotros: el paisaje, el clima, la
propia vida de los otros seres vivos. Y
esos cambios se nos devuelven, afectando al equilibrio que como en
el girar
una peonza la vida de la especie y de cada individuo se mantienen.
Comprendemos
cosas pero la mayor parte de lo que sucede no lo comprendemos. Esta
pandemia, por ejemplo. Elegimos a los políticos para que provean:
que haya un cierto orden en el tráfico de personas, que garanticen
ciertos bienes básicos, cierto bienestar, que la desigualdad no se
desboque, que la justicia sea fiable y equitativa, que impulsen el
conocimiento, que hagan la vida más fácil, pero también esperamos
que no desorganicen y desordenen, que no lo pongan peor de como
estaba. Ordenar, prevenir, equilibrar, ese es el mínimo que se
espera de un buen político.
Así
nos hemos acostumbrado a vivir tras el mazazo de las guerras y los
desastres de la primera mitad del pasado siglo, una alternancia en el
poder de partidos conservadores y socialdemócratas que iban
reordenando la vida de los europeos para hacerla más cómoda, más
saludable, más justa, más equitativa. El aumento desbocado de la
población en el mundo ha aumentado el desequilibrio. La mejora en
los estándares de vida generalizados ha desajustado el ecosistema,
está cambiando el clima hasta el punto de aparecer como amenaza para
nuestra existencia, y aunque el bienestar relativo ha mejorado,
también ha aumentado la desigualdad lo que para una parte de la
población resulta intolerable.
La
pandemia agudiza los problemas, también la incomprensión, azuza el
miedo, la visión irracional de las cosas y la exigencia de
soluciones inmediatas. Nos ha pillado en un mal momento político.
Los populistas por doquier están al mando y con ellos las ideologías
irracionales, entre ellas las identitarias. Están demostrando que
son pésimos gestores. No estaban preparados para gobernar. Ellos y
sus seguidores creían que podían cabalgar la hola del bienestar que
duraría siempre.
Hay
un populismo peor que otros. El que ahorma la sociedad conforme a su
estrecho marco mental. Es un peligro enorme que no cabe desdeñar.
Puede que piensen, y ahora laboren por ello, que ésta, el pánico a
la enfermedad, el paro que ya está aquí, la horrorosa crisis
económica que se avecina, la inseguridad, es la ocasión para tomar
el poder. Hay batallones dispuestos, comisarios, propagandistas,
vigilantes de barrio, vecinales, elaboradores de frases,
conformadores de mentes y conciencias, gente convencida de que peor
estaríamos mejor. Hay una sola manera de hacer las cosas, una cadena
de mando, una parte de la población dispuesta a vivir bajo órdenes
precisas, que no admite vigilante la disidencia, a creer que la
crítica destruye la cohesión y la armonía social, para quién los
privilegios de los jefes separados del resto de la población es algo
natural y necesario, para quien las normas y leyes dictadas son
indiscutibles, salvo la
excepción
para sus queridos líderes, necesarios
e indiscutibles. No es lo menos soportable su lenguaje, una sucesión
de palabras muertas, de frases de plomo, de ritmos monocordes que
convertido en lenguaje único y universal adensaría la capa de
irrealidad que ya, ahora, cubre las cosas, hasta cegar la visión de
un mundo que sería del todo opaco.
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