viernes, 27 de marzo de 2020

Convencidos de que peor estaríamos mejor



Cada mañana al abrir los ojos y mirar por la ventana doy gracias por el don de la existencia. Sorprendentemente estoy vivo y luce el sol. Enseguida conecto con el mundo y compruebo que no estoy solo. Las aves descubren que son más libres que otras veces y cantan con fuerza, también los árboles parecen brillar con mayor intensidad. Pronto caigo en que hay quien me quiere, que piensa en mí como yo pienso en ellos. Un ligero terremoto recompone mi cuerpo y si no fuese tan duro y contenido una lágrima bajaría por mi mejilla. Y me doy cuenta de algo más, que quizá no hay que agradecer porque es una conquista, estoy poniendo signos en esta pequeña pantalla, mientras contemplo el cerezo soleado de la esquina, signos que puedo enviar sencillamente con un clic para que otros puedan descifrarlos.

Estoy vivo de milagro podría yo decir, adornando lo que en sencillo es mero azar, y en equilibrio más o menos inestable me mantengo, a merced de la suerte y el desarrollarse complejo de la naturaleza. Soy una intersección de fuerzas entre las que me desplazo en un continuo desgaste, en una continua desorganización más o menos programada hasta la total descomposición.

En este deambular, a la naturaleza se suma el trato con los hombres. Aquí sucede al revés, por acuerdo y una comprensión del mundo cada vez más afinada, nos hemos ido organizando, no siempre en línea recta, a menudo con tropezones y caídas, pero hemos ido ganando en eficiencia y armonía y eso que cada vez somos más sobre la tierra, mayores las necesidades y las relaciones más complejas. Nuestra ciencia hace más precisa la comprensión del mundo pero aún es insuficiente. Estamos empezando a comprender el ida y vuelta de nuestro trato con la tierra, somos tantos y hacemos tanto que en el conjunto de lo que sucede nuestra acción modifica lo que creímos intangible, independiente de nosotros: el paisaje, el clima, la propia vida de los otros seres vivos. Y esos cambios se nos devuelven, afectando al equilibrio que como en el girar una peonza la vida de la especie y de cada individuo se mantienen.

Comprendemos cosas pero la mayor parte de lo que sucede no lo comprendemos. Esta pandemia, por ejemplo. Elegimos a los políticos para que provean: que haya un cierto orden en el tráfico de personas, que garanticen ciertos bienes básicos, cierto bienestar, que la desigualdad no se desboque, que la justicia sea fiable y equitativa, que impulsen el conocimiento, que hagan la vida más fácil, pero también esperamos que no desorganicen y desordenen, que no lo pongan peor de como estaba. Ordenar, prevenir, equilibrar, ese es el mínimo que se espera de un buen político.

Así nos hemos acostumbrado a vivir tras el mazazo de las guerras y los desastres de la primera mitad del pasado siglo, una alternancia en el poder de partidos conservadores y socialdemócratas que iban reordenando la vida de los europeos para hacerla más cómoda, más saludable, más justa, más equitativa. El aumento desbocado de la población en el mundo ha aumentado el desequilibrio. La mejora en los estándares de vida generalizados ha desajustado el ecosistema, está cambiando el clima hasta el punto de aparecer como amenaza para nuestra existencia, y aunque el bienestar relativo ha mejorado, también ha aumentado la desigualdad lo que para una parte de la población resulta intolerable.

La pandemia agudiza los problemas, también la incomprensión, azuza el miedo, la visión irracional de las cosas y la exigencia de soluciones inmediatas. Nos ha pillado en un mal momento político. Los populistas por doquier están al mando y con ellos las ideologías irracionales, entre ellas las identitarias. Están demostrando que son pésimos gestores. No estaban preparados para gobernar. Ellos y sus seguidores creían que podían cabalgar la hola del bienestar que duraría siempre.

Hay un populismo peor que otros. El que ahorma la sociedad conforme a su estrecho marco mental. Es un peligro enorme que no cabe desdeñar. Puede que piensen, y ahora laboren por ello, que ésta, el pánico a la enfermedad, el paro que ya está aquí, la horrorosa crisis económica que se avecina, la inseguridad, es la ocasión para tomar el poder. Hay batallones dispuestos, comisarios, propagandistas, vigilantes de barrio, vecinales, elaboradores de frases, conformadores de mentes y conciencias, gente convencida de que peor estaríamos mejor. Hay una sola manera de hacer las cosas, una cadena de mando, una parte de la población dispuesta a vivir bajo órdenes precisas, que no admite vigilante la disidencia, a creer que la crítica destruye la cohesión y la armonía social, para quién los privilegios de los jefes separados del resto de la población es algo natural y necesario, para quien las normas y leyes dictadas son indiscutibles, salvo la excepción para sus queridos líderes, necesarios e indiscutibles. No es lo menos soportable su lenguaje, una sucesión de palabras muertas, de frases de plomo, de ritmos monocordes que convertido en lenguaje único y universal adensaría la capa de irrealidad que ya, ahora, cubre las cosas, hasta cegar la visión de un mundo que sería del todo opaco.

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