Es
legítimo hacerse esta pregunta. Si pensamos en
Rusia, es posible que el concepto entero o casi lo ocupe Putin. Ahora
mismo la vastedad de Turquía es mayor que Erdogan y la de Hungría
que Orban, incluso si pensamos en Irán sus clérigos no han
arrebatado del todo el
significado de
la palabra Irán,
como quizá Franco no se lo arrebató a España durante los largos años.
Siria es guerra y refugiados, Afganistán, terror, India es pobreza,
tecnología informática y espiritualidad, la palabra Japón se
cierra
en
sí misma para expresar un misterio, Cuba y Venezuela son eriales
ideológicos, pero no encuentro un país que se identifique con el
nombre de
un hombre, salvo Rusia. Y
sin embargo los rusos existen, yo los he visto, y sin necesidad de
desplazarme a la ex Leningrado o a Moscú. Debería explicar por qué
no me caen bien los rusos, pero entonces tendría que acabar
explicando con
que derecho
emito tal juicio. Los he visto en los trenes de cercanías del área
metropolitana de Barcelona, como turista los he visto de turistas en
toda la costa mediterránea. Que hablen en voz alta, casi gritando,
que pongan los pies en el asiento de enfrente, que vistan
desaseadamente, que vayan como ausentes, como si el resto de la
humanidad no existiese, quizá no tenga que ver con los rusos sino
con esos pocos rusos con los que he tenido la mala suerte de toparme.
Al fin, una gran parte de los rusos son pobres y no pueden viajar,
sus pensiones son miserables y con los sueldos de la clase media no
les llegaría para dar clases particulares en un club de tenis de
Castelldefels. En pocos lugares del mundo la
palabra desesperanza habrá tomado cuerpo, habrá tomado los cuerpos,
como en Moscú. Todavía sigue habiendo pobreza en el mundo, aunque
las tasas, si nos atrevemos a partir
la humanidad en fracciones o porcentajes, se van reduciendo. En
algunos lugares la espiritualidad la sigue disfrazando, se puede ver
gente pobre pero no infeliz, en otros, donde la pobreza adquiere los
rasgos exactos de pobreza material, los hombres se agitan
avaros de la prosperidad que creen cercana o posible. Pero pocos
pueblos como
los rusos.
Cómo
llamar a los rusos aparte de rusos, ciudadanos nunca lo llegaron a
ser, súbditos lo fueron de forma secular, compañeros o camaradas se
llamaron entre sí
durante un breve espacio de tiempo, pero, después, qué fueron
durante la larga noche comunista, y ahora qué son, rusos. Quizá
ruso sea un nombre genérico, un
nombre para la desesperanza. Ruso, pobre, eres un ruso, me apiado de
ti. En Los
errantes,
de la reciente premio Nobel, Olga Tokarczuk, la almendra del libro es
un relato que se titula Los
errantes.
La acción sucede en Moscú y la
protagoniza una mujer nacida en Vorkutá, una ciudad con ochos meses
de invierno polar. Al leer el relato, cualquiera de nosotros no
querría una vida como la suya. Su vida, como la de cualquier vecino
de Vorkutá, célebre por ser una de las ciudades del gulag, como la
de muchos vecinos de Moscú, es tristeza. Imagina
una casa, donde vives, a la que no quieres volver. No
soportas la carga del marido, ni la del hijo que la naturaleza te ha
dado. Moscú
es una ciudad inmensa como tantas, adónde vas, puedes coger las
líneas de metro para ir
y
volver, para ir y volver. Imagina
esa vida, coger el metro al amanecer e ir hasta el extremo de la
ciudad, volver y reiniciar hasta que se cierren las puertas del
metro. ¿Y dónde duermes? ¿Se
puede escapar de la tristeza? Eso
es ser ruso. Y,
sin embargo, hubo un momento, un breve momento en que Moscú fue luz.
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