miércoles, 19 de febrero de 2020

¿Existen los rusos?



Es legítimo hacerse esta pregunta. Si pensamos en Rusia, es posible que el concepto entero o casi lo ocupe Putin. Ahora mismo la vastedad de Turquía es mayor que Erdogan y la de Hungría que Orban, incluso si pensamos en Irán sus clérigos no han arrebatado del todo el significado de la palabra Irán, como quizá Franco no se lo arrebató a España durante los largos años. Siria es guerra y refugiados, Afganistán, terror, India es pobreza, tecnología informática y espiritualidad, la palabra Japón se cierra en sí misma para expresar un misterio, Cuba y Venezuela son eriales ideológicos, pero no encuentro un país que se identifique con el nombre de un hombre, salvo Rusia. Y sin embargo los rusos existen, yo los he visto, y sin necesidad de desplazarme a la ex Leningrado o a Moscú. Debería explicar por qué no me caen bien los rusos, pero entonces tendría que acabar explicando con que derecho emito tal juicio. Los he visto en los trenes de cercanías del área metropolitana de Barcelona, como turista los he visto de turistas en toda la costa mediterránea. Que hablen en voz alta, casi gritando, que pongan los pies en el asiento de enfrente, que vistan desaseadamente, que vayan como ausentes, como si el resto de la humanidad no existiese, quizá no tenga que ver con los rusos sino con esos pocos rusos con los que he tenido la mala suerte de toparme. Al fin, una gran parte de los rusos son pobres y no pueden viajar, sus pensiones son miserables y con los sueldos de la clase media no les llegaría para dar clases particulares en un club de tenis de Castelldefels. En pocos lugares del mundo la palabra desesperanza habrá tomado cuerpo, habrá tomado los cuerpos, como en Moscú. Todavía sigue habiendo pobreza en el mundo, aunque las tasas, si nos atrevemos a partir la humanidad en fracciones o porcentajes, se van reduciendo. En algunos lugares la espiritualidad la sigue disfrazando, se puede ver gente pobre pero no infeliz, en otros, donde la pobreza adquiere los rasgos exactos de pobreza material, los hombres se agitan avaros de la prosperidad que creen cercana o posible. Pero pocos pueblos como los rusos. 

Cómo llamar a los rusos aparte de rusos, ciudadanos nunca lo llegaron a ser, súbditos lo fueron de forma secular, compañeros o camaradas se llamaron entre durante un breve espacio de tiempo, pero, después, qué fueron durante la larga noche comunista, y ahora qué son, rusos. Quizá ruso sea un nombre genérico, un nombre para la desesperanza. Ruso, pobre, eres un ruso, me apiado de ti. En Los errantes, de la reciente premio Nobel, Olga Tokarczuk, la almendra del libro es un relato que se titula Los errantes. La acción sucede en Moscú y la protagoniza una mujer nacida en Vorkutá, una ciudad con ochos meses de invierno polar. Al leer el relato, cualquiera de nosotros no querría una vida como la suya. Su vida, como la de cualquier vecino de Vorkutá, célebre por ser una de las ciudades del gulag, como la de muchos vecinos de Moscú, es tristeza. Imagina una casa, donde vives, a la que no quieres volver. No soportas la carga del marido, ni la del hijo que la naturaleza te ha dado. Moscú es una ciudad inmensa como tantas, adónde vas, puedes coger las líneas de metro para ir y volver, para ir y volver. Imagina esa vida, coger el metro al amanecer e ir hasta el extremo de la ciudad, volver y reiniciar hasta que se cierren las puertas del metro. ¿Y dónde duermes? ¿Se puede escapar de la tristeza? Eso es ser ruso. Y, sin embargo, hubo un momento, un breve momento en que Moscú fue luz.


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