sábado, 8 de febrero de 2020

El guardián entre el centeno



Había leído los cuentos, o algunos cuentos, pero no la novela, el Salinger famoso, no sabes de dónde te viene el menosprecio y hacia donde se dirige, ¿hacia el libro, al autor, a su fama, a la multitud que lo lee?, pues hasta ahora no lo había leído, y he de reconocer que he disfrutado, lo estoy haciendo aún, pensando en sus conexiones, en el centón de personajes, en el contexto en que fue escrito, en su influencia, una obra maestra, y esta lo es, no se acaba nunca, una millonada de ejemplares vendidos, el estilo que se palpa en muchos autores posteriores y que ahora comprendes de dónde viene, hasta al huraño Salinger comprendes, agobiado por la despiadada fama y, además, comprendes que se puso de tal modo en Holden, se metió tan dentro del personaje, que decía que si había que representarlo sólo él podría, pero ya estaba mayor, el personaje lo copiaba a él de tal modo, y las circunstancia en que lo había cincelado eran tan extremas, la guerra, el desembarco en Normandía, los compañeros cayendo, la vuelta a casa con el peso del superviviente, acaso un intento de suicidio, que se quedó ahí atrapado, no salió de la piel de Holden, se podría decir, de ese muchacho expulsado de colegios, indefinido sexualmente, indefinida su personalidad frente al padre, frente a las chicas con las que tonteó, que necesitó un largo periodo de recuperación, alcohol, psiquiatra, budismo y hasta cienciología para sobrevivir, incapaz de incorporar una personalidad adulta, la que los medios querían fabricarle, hasta tal punto fijado, intocable Holden, que no permitió que alguien lo manejara, lo deformara para ponerle imagen y otras experiencias que las suyas en la pantalla o en el teatro,

Salinger con Holden en un descanso de la guerra

pero qué bien lo dibujó, a Holden, el chico que se niega a abandonar el mundo adolescente, a medio camino entre Phoebe, la niña hermana, inocente, espontánea y veraz, la infancia donde reside el hermano muerto, Allie, más inteligente que nadie, y el de los adultos como Spenser, el profesor de historia que le da buenos aburridos consejos, o Antolini, el de literatura, que vive con una mujer que le dobla en edad, con personalidades tan poco atractivas, la de su mismo padre, fracasados, con esas vidas tan poco seductoras, Holden, pues, en terreno de nadie, ya no puede ser un niño, esos niños a quienes querría vigilar y guardar en el campo de centeno frente a las acechanzas de la vida, pero tampoco quiere pertenecer al mundo de los adultos, tan superficial e hipócrita, falsísimo, el angustiado Holden, con su gorra de caza roja con orejeras, deambula por la novela pegado a las hormonas que llenan de granos a lo Ackley, de alcohol y humo, persiguiendo sin cesar a las chicas, un éxito fácil para algunos, tal su compañero de habitación Stradlater, que lleva al coche a su enamorada, la de Holden, Jane Gallaher, tan difícil para otros, como el propio Holden, que pelea por salir de su virginidad, sin decidirse entre Jane y Sally, sin acabar de comprender cómo su cuerpo persigue por encima de su voluntad el cuerpo musculoso de Stradlater, con quien pelea medio desnudo, incluso en aquella memorable borrachera insinuándose, entre bromas y veras, a Carl Luce, otro compañero, más maduro, a quien llama tras la desagradable experiencia en que el ascensorista del hotel, Maurice, le tiende una trampa con Sunny, en su propia habitación, a diez euros el polvo, que no consumó, o más tarde, durante la misma prolongada borrachera, cuando tuvo que abandonar el sofá y la casa del profesor Antolini, tan comprensivo, tolerante y servicial, a todo correr, al despertar a media noche cuando el profesor le acariciaba la cabeza, que asco, un Antolini que, sin embargo, mostró valor y falta de prejuicios cuando cubrió con su abrigo el cuerpo tendido del pobre James Castle, aquel compañero que se arrojó por la ventana después de que un grupo de matones lo apalizara tras no querer rectificar una frase contra uno de ellos, ese sí que era un valiente, Holden, al que todo le sale mal, queriendo escapar de sus hormonas pero negándose a ser adulto, buscando, sin embargo, la cercanía de los adultos de forma más o menos fugaz, taxistas, monjas, turistas, proxenetas, ex compañeros de clase y chicas de su agenda, incapaz de aprender y aplicar las normas sociales, buscando, refugiándose al fin, en la inocencia, la curiosidad, la generosidad y el amor de Phoebe, su hermana, para aplacar su desazón, el Holden que, en las últimas páginas, parece feliz viendo a su hermana en el TioVivo del parque de atracciones, pero que, sin embargo, nos cuenta desde el inicio la historia desde un psiquiátrico,


como describir ese mundo sino con el lenguaje propio de Holden, el del adolescente que no puede abandonar su piel, expulsado, miedoso, desorientado, vagabundeando por las calles de Nueva York, temeroso de la bronca del padre, en habitaciones de hotel, bares, dejándose una pasta en taxis, en alcohol, en paquetes de tabaco, pero dando un donativo generoso a dos monjas con las que habla de Romeo y Julieta en un bar, fantaseando con la idea de huir lejos, a otra vida, no al Hollywood falso donde trabaja su hermano D. B., sino a una cabaña en la linde del bosque, donde invitaría a los cercanos, con la condición de ser sinceros, y adonde el propio Salinger se enclaustrará tras la temida fama, Holden se expresa con desasosiego corporal, lenguaje soez, vulgar, con el cinismo y el sarcasmo del adolescente que no cabe dentro de sí, en un fin de semana, justo antes de las vacaciones de Navidad, por las calles de Nueva York, a finales de los 40 o principios de los 50.


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