Había
leído los cuentos, o algunos cuentos, pero no la novela, el Salinger
famoso, no sabes de dónde te viene el menosprecio y hacia donde se
dirige, ¿hacia el libro, al autor, a su fama, a la multitud que lo
lee?, pues hasta ahora no lo había leído, y he de reconocer que he
disfrutado, lo estoy haciendo aún, pensando en sus conexiones,
en el
centón de
personajes, en el contexto en que fue escrito, en su influencia, una
obra maestra, y esta lo es, no se acaba nunca, una millonada de
ejemplares vendidos, el estilo que se palpa en muchos autores
posteriores y que ahora comprendes de dónde viene, hasta al huraño
Salinger comprendes, agobiado por la despiadada fama y, además,
comprendes que se puso de tal modo en Holden, se metió tan dentro
del personaje, que
decía
que si había que representarlo sólo él podría, pero ya estaba
mayor, el personaje lo copiaba a él de tal modo, y las circunstancia
en que lo había cincelado eran tan extremas, la guerra, el
desembarco en Normandía, los compañeros cayendo, la vuelta a casa
con el peso del superviviente, acaso
un intento de suicidio, que
se quedó ahí atrapado, no salió de la piel de Holden, se podría
decir, de ese muchacho expulsado de colegios, indefinido sexualmente,
indefinida su personalidad frente al padre, frente a las chicas con
las que tonteó, que necesitó un largo periodo de recuperación,
alcohol, psiquiatra, budismo y
hasta cienciología para
sobrevivir,
incapaz de incorporar una personalidad adulta, la que los medios
querían fabricarle, hasta
tal punto fijado, intocable
Holden, que no permitió que alguien lo manejara, lo deformara para
ponerle imagen y otras experiencias que las suyas en la pantalla o en
el teatro,
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Salinger con Holden en un descanso de la guerra |
pero
qué bien lo dibujó, a Holden, el chico que se niega a abandonar el
mundo adolescente, a medio camino entre Phoebe, la niña hermana,
inocente, espontánea y
veraz,
la
infancia
donde reside el hermano muerto, Allie, más inteligente que nadie, y
el de los adultos como Spenser, el profesor de historia que
le da buenos aburridos
consejos,
o Antolini, el de literatura, que
vive
con una mujer que le dobla en
edad, con
personalidades tan poco atractivas, la
de su mismo padre, fracasados, con esas vidas tan poco seductoras,
Holden,
pues, en terreno de nadie, ya no puede ser un niño, esos niños a
quienes
querría vigilar y guardar en
el campo de centeno
frente a las acechanzas
de la vida, pero tampoco quiere pertenecer
al mundo de los adultos,
tan superficial
e hipócrita,
falsísimo,
el
angustiado Holden,
con
su gorra
de caza roja con orejeras, deambula
por la novela pegado
a las
hormonas
que llenan
de granos a lo
Ackley, de alcohol y humo, persiguiendo sin cesar a las chicas, un
éxito fácil para
algunos, tal
su
compañero de habitación Stradlater, que lleva al coche a su
enamorada, la de Holden, Jane Gallaher, tan
difícil para otros,
como el propio Holden, que
pelea por salir de su virginidad, sin
decidirse
entre Jane y Sally, sin acabar de comprender cómo su cuerpo persigue
por encima de su voluntad el cuerpo musculoso de Stradlater, con
quien
pelea medio desnudo, incluso en aquella memorable borrachera
insinuándose, entre bromas y veras, a Carl Luce, otro compañero,
más maduro, a quien
llama
tras
la
desagradable experiencia en que el ascensorista del hotel, Maurice,
le tiende
una trampa con Sunny, en su propia habitación, a
diez euros el polvo, que
no consumó, o
más
tarde, durante la misma
prolongada
borrachera,
cuando
tuvo que abandonar el sofá y
la casa del
profesor Antolini, tan
comprensivo,
tolerante y servicial, a
todo correr,
al
despertar
a media noche cuando
el profesor le acariciaba
la cabeza, que asco, un Antolini que, sin embargo, mostró valor y
falta de prejuicios cuando cubrió con su abrigo el
cuerpo tendido del
pobre James Castle, aquel compañero que se arrojó por la ventana
después de que un grupo de matones lo apalizara tras no querer
rectificar una frase contra uno de ellos, ese sí que era un
valiente, Holden,
al
que
todo le
sale mal,
queriendo
escapar de sus hormonas pero negándose
a ser adulto, buscando,
sin
embargo, la cercanía
de
los
adultos
de
forma más
o menos fugaz,
taxistas, monjas, turistas, proxenetas, ex compañeros de clase y
chicas de su agenda, incapaz de aprender y aplicar las normas
sociales, buscando, refugiándose al fin, en la inocencia, la curiosidad, la
generosidad
y el amor de Phoebe, su hermana, para
aplacar su desazón, el
Holden
que,
en
las últimas páginas,
parece feliz viendo a su hermana en el TioVivo del
parque de atracciones,
pero que, sin embargo, nos
cuenta desde el inicio la historia desde un psiquiátrico,
como
describir ese mundo sino con el lenguaje propio de Holden, el del
adolescente que no puede abandonar su piel, expulsado, miedoso,
desorientado, vagabundeando por las calles de Nueva York, temeroso
de
la bronca del padre, en
habitaciones de hotel, bares, dejándose una pasta en taxis, en
alcohol, en paquetes de tabaco, pero
dando un donativo generoso a dos monjas con las que habla de Romeo y
Julieta en un bar, fantaseando
con la idea de huir lejos, a otra vida, no al Hollywood falso donde
trabaja su hermano D. B., sino a una cabaña en la linde del bosque,
donde
invitaría
a los cercanos, con la condición de ser sinceros, y
adonde
el propio Salinger se enclaustrará tras la
temida fama,
Holden
se
expresa
con desasosiego
corporal, lenguaje soez, vulgar, con
el
cinismo y el sarcasmo del adolescente que no cabe dentro de sí, en
un fin de semana,
justo antes de las vacaciones de Navidad, por
las calles de Nueva York, a
finales de los 40 o principios de los 50.
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