martes, 14 de enero de 2020

1917


Cómo negar el espectáculo, el alarde técnico de rodar la peli en un solo plano, aunque no sea exactamente así, cinematográfico podría decirse, en el sentido clásico, pero a mí me interesa lo otro, lo que pretende contar, la historia, hombres en el barro. Está el atrezo, bien dispuesto, las trincheras, el barro, los cadáveres, el amontonamiento, el hambre, el estrés, apuntado el carácter de los oficiales, de los soldados, tan diverso, está el tiempo, la transición, pero todo tan teatralizado. Es verosímil pero no es veraz. El entusiasmo se apodera de los creadores en la escena central. La escena de la chica con el bebé, un bebé que no es de la chica pero a quien quiere cuidar sin nada que lo alimente, un rincón medio cerrado, un espacio amplio, desprotegido, nocturno iluminado por el fuego, en medio de la ciudad en llamas, el resplandor fantasmagórico, gigantesco, pictórico, expresionista, operístico es la palabra, un escenario enorme y en medio la chica con el bebé, con ellos topa el soldado al que sigue la cámara de principio a fin, una larga pausa en que calla el chisporroteo de los disparos, el soldado, la chica, el bebé, solo falta el pecho descubierto amamantando para reproducir el Giorgione de La Tormenta, el soldado le entrega todo lo que tiene para su alimento, hasta la misma leche que lleva en la cantimplora, hasta parece en la cercanía, en el poético momento del silencio y la pausa, en medio del caos de la guerra, que se van a besar. 

Ni siquiera es verosímil. Pero no estamos en el tiempo de la verosimilitud, la época, al contrario que a la política, exige al arte veracidad. Como la política ha optado por la simulación y el falseamiento, la época exige al arte verdad. La representación de la guerra tiene que ser la misma guerra, y mira que hay sitios donde grabarla. Así que en 1917 está el teatro de la guerra, pero no su atrocidad, Sam Mendes lleva la fantasía de la guerra a la butaca donde el único ruido real es el crujir de palomitas, es una película de palomitas, tampoco está el desmoronamiento del soldado, el joven que estaba a punto de ser un hombre, destruido, solo su representación. Toda obra de arte que contribuya a insertarnos o mantenernos en el mundo ficticio que la política está creando es un fracaso, más, es una indignidad. 

Así lo explica Alain Corbin en Historia del silencio:



Hasta aquí llegaron las aguas (Diario).

No hay comentarios: