No
aparecen imágenes de época, viejos documentales en blanco y negro,
pero hay personas hablando, muchas personas, quizá demasiadas.
Algunas ríen, a otras se les saltan las lágrimas, otras se
esfuerzan por mantener una apariencia de neutralidad y en otras se ve
un cierto brillo en los ojos. Quién puede asegurar que lo que
cuentan ocurrió tal como lo cuentan, quizá fabulen o utilicen
memoria prestada, se nota en algunos la justificación o el deseo de
dejar constancia de que estuvieron allí, encerrados en los campos,
por suerte se salvaron, o vigilándolos, siguiendo órdenes, o
mirando desde fuera, campesinos, ferroviarios, vecinos, sorprendidos
por estar ante la cámara, por saber que habían sido testigos de un
acontecimiento que llegaron a vivir o aceptar con normalidad, la
separación entre los de dentro y ellos, los de fuera. Muchos
recuerdan cosas distintas sobre el mismo asunto. Por los
supervivientes pasa la vida, la muerte, la vergüenza, a algunos les
cuesta remover aquello. Los demás ¿entienden, comprenden de qué va
la cosa? El historiador Raul Hilberg habla con seguridad, cree tener
las razones, pero hay un rasgo de suficiencia, falta la duda en lo
que expone, no sobre los hechos sino sobre su origen. Los habitantes
de un pueblo donde se exterminó, Chelmno. campesinos polacos que
vieron lo que sucedió, testigos cotidianos de la llegada de los
trenes y de la muerte de los judíos gaseados en camiones, no parecen
comprender la magnitud del suceso, a poco que se rasca aparecen los
viejos prejuicios antisemitas, todavía. Algunos hablan delante de su
casa, que antes fue de judíos. Otros charlan ante la iglesia del pueblo, donde se encerraba a los judíos que llegaban antes de
matarlos. Es fácil deducir que lo que algunos piensan es algo así
como ‘se lo tenían merecido’, algunos. Citan a un rabino que
sostenía que los judíos eran culpables.
Uno
de los testimonios con más fuerza es el del niño cantor,
superviviente de Chelmno, Simon Srebnik, está ahí ante la puerta de
la Iglesia, rodeado, inescrutable ante lo que oye, dice más tarde,
solo:
“Cuando vi todo eso no me impresionó. Quizá no lo entendí. Jamás había visto otra cosa. Yo tenía 13 años entonces, ya había visto cadáveres en el ghetto de Lodz, caían y caían muertos. Caminaba 100 metros y encontraba 200 muertos. Pensaba … así debe ser. Es normal, es así. El hijo le quitaba el pan al padre, el padre al hijo. Tenían hambre. Cada uno quería seguir viviendo. Toda me daba igual. Pensaba, si sobrevivo, solo quiero una cosa, que me den 5 panes para comer, nada más. Pensaba así, pero también soñaba. Si sobrevivo estaré solo en el mundo. Ni un ser humano más, solo yo. Uno. Solo quedaré yo en el mundo, si salgo de aquí”.
A
Srebnik le obligaban a aprender y cantar canciones alemanas. Cuando
el campo de Chelmno cerró le dispararon en la cabeza. Sobrevivió.
Otro testimonio que emociona, el del barbero
de Treblinka, Abraham Bomba. Cortaba el pelo a las mujeres
desnudas en la misma cámara de gas, antes de que fuesen gaseadas.
Cuenta con voz alta, impostada, como protegiéndose del recuerdo,
todo el proceso:
“Sentir era muy difícil ‘sentir’ cualquier cosa. Imagínese, trabajar día y noche entre los muertos, los cadáveres, los sentimientos desaparecen. Uno estaba muerto para el sentimiento, muerto para todo. Le voy a contar una cosa, llegó un transporte procedente de mi ciudad, de Czestochowa, de donde también era otro de los peluqueros. Reconoció a su mujer y su hermana. Yo también conocía a las dos. [Entonces se le quiebra la voz, enmudece, se estremece durante un momento interminable, sin poder decir nada, pidiendo que le dejen en paz]. “Era imposible decirles que era el último instante de sus vidas, pues detrás de ellas estaban los nazis, porque entonces compartiríamos el destino de esas dos mujeres que ya estaban casi muertas”.
Los
que hablan son supervivientes, de maneras diferentes, pero
supervivientes. No hay voces de los muertos. Ni voces, ni nombres, ni
rostros. Sólo número, el número de los que murieron en Chelmno, de
los que murieron en Treblinka, de los que murieron en Auschwitz.
Sabemos el nombre de los criminales nazis, su historia personal, día
a día, hora a hora, hay mil historias sobre ellos. También de los
que sobrevivieron, pero los desaparecidos, los gaseados son cenizas
sin nombre y sin habla. El documental pasea su cámara por los campos
de los que, salvo Auschwitz, no queda nada, han sido borrados, como
los cuerpos de todos los judíos gaseados e incinerados. Nada.
Claude
Lanzmann huye de las imágenes sentimentales a que estamos
acostumbrados: películas y documentales de nazis, La Lista de
Schindler, La vida es bella. Apela a la razón, qué
sucedió, cómo fue posible, cómo se vivió, qué recordamos. Y si
se comprende, si se entiende, entonces llega la emoción del
entendimiento. Shoah, 1985. 570 minutos.
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