jueves, 8 de agosto de 2019

Matar al padre II



Pues parece
que todo nos oculta. Mira, los árboles son; las casas
que habitamos permanecen todavía. Sólo nosotros pasamos
de largo sobre todas las cosas como un cambio
de vientos. Y todo se une para acallarnos, mitad
por vergüenza quizás, y mitad por esperanza indecible.
(Rilke, Elegías del Duino)

Nuestro destino está ligado a la paternidad quizá de modo más decisivo que al sexo enamorado. Nuestros enamoramientos, y hasta nuestros emparejamientos, son intensos y hasta muy intensos pero breves, temporales. Una relación sexual dura horas como mucho, si la envolvemos de amor unos pocos años, con afecto trabajado puede durar décadas, pero el amor es un combustible que acaba agotándose. Para la vida de una persona la paternidad, o maternidad, es más decisiva. Somos hijos. Nuestro padre está ahí vigilante, figura de autoridad, la norma que nos engancha al mundo o que nos desengancha. ¿Hay algún caso en qué la relación con el padre no sea conflictiva, a no ser que haya muerto antes de que hayamos empezado a tener conciencia? Pero el padre, vivo o muerto, es un desconocido. Qué sabemos de él.

Cuándo empezamos a olvidarlo, a desentendernos de él, comenzamos a ser padres nosotros mismos. El mundo se transforma de golpe. No pensamos en normas y autoridad, al menos al principio, sino en afectos y protección. También amanece en nosotros la idea de modelar, esperamos construir lo que tanto hemos deseado, pero nuestros hijos nunca son lo que esperábamos de ellos, como si no fuesen hijos de su padre y de su madre. En realidad son hijos de la naturaleza. Es el momento más intenso de la vida de un hombre. Se viven los momentos más felices sin que cuando se viven se sepa que lo son. También los más angustiosos y decepcionantes, aunque estos son puntuales y nunca se piensa que vayan a durar o enquistarse. Dos décadas en la meseta de la paternidad. La vida es eso, aunque uno no se prepara para ello porque a menudo tenemos la mente puesta en otra cosa, ni se sabe exactamente cuando se acaban porque cuando uno toma conciencia ya han pasado y se está descendiendo la colina.

Hay un tercer momento vital, aunque solemos vivirlo difuminado. Algunos lo viven con los abuelos, cuando los meandros de la memoria les dicen que fueron importantes para ellos. Probablemente sea reconstrucción y el deseo de una infancia plena. La mayoría, creo, vivimos ese tercer estado de la vida del hombre como abuelos no como nietos. Es una vida subsidiaria y subsidiada. Los hijos necesitan que los abuelos les presten un último servicio: ocuparse de los nietos mientras ellos están a lo suyo, viviendo la vida verdadera en la meseta de la vida. Los abuelos lo dejan todo, lo que no han podido ser, la esperanza puesta en los hijos, para ocuparse, para entretener a sus nietos sabiendo de su nula influencia. Pero que le queda a un hombre después de ocuparse de sus nietos. Todas las opciones están perdidas y no queda sino un más o menos deslizarse hacia el abismo.

La vida en la meseta de la paternidad: ahí está la belleza un instante antes de marchitarse, el momento de la decisión justa antes de que pase el momento y se caiga en los irrelevancia. Es entonces cuando el hombre dispone de poder pero desconoce su fuerza, la pierde en los melindres de lo cotidiano: decora su casa, pasea a los perros, se pelea con los vecinos o pone sobre la mesa los tochos para preparar las oposiciones. La vida pequeña va minando los anhelos, desinfla los sueños, deshace sin que la conciencia tome nota el esplendor del hombre, poco a poco reducido a la insignificancia. Está tan ocupado con los traspiés de los niños que no se da cuenta de cuando se apaga la llama.

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