Pues parece
que todo nos oculta. Mira, los árboles son; las casas
que habitamos permanecen todavía. Sólo nosotros pasamos
de largo sobre todas las cosas como un cambio
de vientos. Y todo se une para acallarnos, mitad
por vergüenza quizás, y mitad por esperanza indecible.
(Rilke, Elegías del Duino)
Nuestro
destino está ligado a la paternidad quizá de modo más decisivo que
al sexo enamorado. Nuestros enamoramientos, y hasta nuestros
emparejamientos, son intensos y hasta muy intensos pero breves,
temporales. Una relación sexual dura horas como mucho, si la
envolvemos de amor unos pocos años, con afecto trabajado puede durar
décadas, pero el amor es un combustible que acaba agotándose. Para
la vida de una persona la paternidad, o maternidad, es más decisiva.
Somos hijos. Nuestro padre está ahí vigilante, figura de autoridad,
la norma que nos engancha al mundo o que nos desengancha. ¿Hay algún
caso en qué la relación con el padre no sea conflictiva, a no ser
que haya muerto antes de que hayamos empezado a tener conciencia?
Pero el padre, vivo o muerto, es un desconocido. Qué sabemos de él.
Cuándo
empezamos a olvidarlo, a desentendernos de él, comenzamos a ser
padres nosotros mismos. El mundo se transforma de golpe. No pensamos
en normas y autoridad, al menos al principio, sino en afectos y
protección. También amanece en nosotros la idea de modelar,
esperamos construir lo que tanto hemos deseado, pero nuestros hijos
nunca son lo que esperábamos de ellos, como si no fuesen hijos de su
padre y de su madre. En realidad son hijos de la naturaleza. Es el
momento más intenso de la vida de un hombre. Se viven los momentos
más felices sin que cuando se viven se sepa que lo son. También los
más angustiosos y decepcionantes, aunque estos son puntuales y nunca
se piensa que vayan a durar o enquistarse. Dos décadas en la meseta
de la paternidad. La vida es eso, aunque uno no se prepara para ello
porque a menudo tenemos la mente puesta en otra cosa, ni se sabe
exactamente cuando se acaban porque cuando uno toma conciencia ya han
pasado y se está descendiendo la colina.
Hay
un tercer momento vital, aunque solemos vivirlo difuminado. Algunos
lo viven con los abuelos, cuando los meandros de la memoria les dicen
que fueron importantes para ellos. Probablemente sea reconstrucción
y el deseo de una infancia plena. La mayoría, creo, vivimos ese
tercer estado de la vida del hombre como abuelos no como nietos. Es
una vida subsidiaria y subsidiada. Los hijos necesitan que los
abuelos les presten un último servicio: ocuparse de los nietos
mientras ellos están a lo suyo, viviendo la vida verdadera en la
meseta de la vida. Los abuelos lo dejan todo, lo que no han podido
ser, la esperanza puesta en los hijos, para ocuparse, para entretener
a sus nietos sabiendo de su nula influencia. Pero que le queda a un
hombre después de ocuparse de sus nietos. Todas las opciones están
perdidas y no queda sino un más o menos deslizarse hacia el abismo.
La
vida en la meseta de la paternidad: ahí está la belleza un instante
antes de marchitarse, el momento de la decisión justa antes de que
pase el momento y se caiga en los irrelevancia. Es entonces cuando el
hombre dispone de poder pero desconoce su fuerza, la pierde en los
melindres de lo cotidiano: decora su casa, pasea a los perros, se
pelea con los vecinos o pone sobre la mesa los tochos para preparar
las oposiciones. La vida pequeña va minando los anhelos, desinfla
los sueños, deshace sin que la conciencia tome nota el esplendor del
hombre, poco a poco reducido a la insignificancia. Está tan ocupado
con los traspiés de los niños que no se da cuenta de cuando se
apaga la llama.
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