Hay
un lugar en el parque de recreo, a unos kilómetros de la ciudad, una
estructura de madera con techo que acota unas mesas para poder comer
y pasar un rato en familia. Cada vez que he ido este verano, no
muchas veces, ese espacio centrado y cómodo está ocupado por una
veintena, quizá veinticinco, de hombres sentados, comiendo, bebiendo
refrescos y charlando en voz alta en un idioma extranjero. Sumidos en
su conversación, ajenos a los demás, cerrados al mundo que los
rodea. En justa reciprocidad los demás paseantes toman senderos que
no les acercan al grupo de hombres solos, como impelidos por una
fuerza de repulsión. No hay ninguna mujer entre ellos. A su
alrededor se ha creado una especie de horizonte circular, dentro del
cual el resto de recreantes no entra. Hoy, sábado, hay mucha gente
en el parque y a medida que las familias van llegando con sus mesas y
sillas plegables se acomodan más allá del horizonte, como si el
grupo de hombres solos y el resto de gente estuviese polarizado con
cargas que se repelen.
Hoy
leía una entrevista en la última página del periódico, del
periódico que no censura este tipo de opiniones, que decía que son
inasimilables, que Europa tiene ese problema. Me gustaría creer que
no, que en una o dos generaciones, salvo las graves excepciones que
hemos ido viendo, se llegará a una entente cordial. Es un deseo.
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