A
casi diez años de su muerte y de la publicación de este libro, no
puede leerse sin el sentimiento de testamento, de un testamento al
que sus herederos no han mucho caso. Ahora puede decirse que Tony
Judt (1848 – 2010) fue un historiador y ensayista muy leído, pero
más entre la gente de su generación que entre los jóvenes a los
que continuamente apela en estas páginas. Muchos de los jóvenes
nacidos a la vida pública en esta década han sido atraídos por el
canto de sirena del populismo sobre el que Judt prevenía. Es propio
de los jóvenes que se inclinen hacia los extremos, el radicalismo es
más atractivo y más ‘biológico’ que la moderación. Es
esperable que cada generación quiera empezar de nuevo. Así que,
probablemente, no le hubiesen sorprendido la victoria de Trump, el
Brexit o el ascenso de populistas de izquierda y derecha a los
gobiernos en Grecia y en Italia, en Hungría o Polonia. Ninguno de
ellos ve como algo valioso las instituciones del bienestar que hemos
heredado: los sistemas de salud y la educación pública, la
protección contra el desempleo o la previsión para los jubilados.
Judt
hace una breve historia de en qué condiciones se gestó el Estado
del Bienestar, tras las dos guerras mundiales, y del consenso
socialdemócrata del que en Europa participaban todos los partidos de
poder, con menos determinación en Gran Bretaña y en EE UU. Un
estado de cosas que se puso en cuestión con la llegada al poder del
neoliberalismo representado por Tatcher y Reagan, pero también por
Clinton y Blair. Las ideas de la escuela austriaca de entreguerras
(von Mises, Hayek, Schumpeter, Popper), que el Estado debía
mantenerse alejado de la economía, determinada por el fracaso de la
planificación y por el peligro de la extensión del comunismo al
resto de Europa, que la tributación alta inhibe el crecimiento, que
la regulación ahoga la iniciativa y el espíritu empresarial, fueron
devueltas a la actualidad. El mercado libre de trabas, autorregulado,
la bajada de impuestos y la iniciativa individual era lo que creaba
riqueza y solucionaba los problemas sociales a largo plazo. Por tanto
había que desmantelar el Estado interventor, adelgazarlo, y
privatizar las empresas públicas para dinamizar la economía tras el
traspiés de la crisis del petróleo de 1973. Por el camino se fueron
cayendo las ideas y prácticas que habían sustentado tres décadas
de prosperidad sin precedentes y que habían disminuido la
desigualdad: un Estado previsor basado en un sistema de impuestos
progresivos y que practicaba la redistribución. La caída del muro
en 1989, y con él sueño de la izquierda del Estado que resuelve
injusticias y desigualdades, contribuyó a fortalecer el
neoliberalismo y la creencia de que el progreso no tendría fin, todo
el mundo podría enriquecerse y la historia había llegado a su fin
porque en el horizonte no había alternativa al capitalismo y al
sistema político liberal. Pero la crisis, la gran recesión del
2008, puso fin al infundado optimismo. La confianza en las clases
dirigentes (políticos y banqueros corruptos, reguladores
deshonestos) y el ideal de la derecha de que todo el mundo podría
ser rico se vino abajo. La crisis corroyó las instituciones
liberales con el consiguiente auge del populismo y el renacer de los
nacionalismos. Toni Judt, asaltado por el ELA, no pudo avizorar su
fin ni entrever el mundo complejo, dinámico, entre esperanzador y
aterrador, que surgía de la ruina económica: la decrepitud de la
socialdemocracia, el triunfo de los populismos, la revolución
telemática y biotecnológica, la mejora mundial en todos los
renglones económicos y en todos los continentes y al tiempo el
individualismo oculto y desesperado tras las redes sociales y la
amenaza del cambio climático y de la sexta extinción.
Aunque
sí vio los primeros síntomas del nuevo mundo: el aumento de la
desigualdad, la precariedad laboral, la depresión y sus patologías:
alcoholismo, obesidad, juego, delitos menores y todo lo demás e
intuyó uno de los mayores males que nos acechan, asociado a la
revolución tecnológica, la superfluidad de gran parte de la
población. También le dio tiempo a trazar los errores de lo que él
llama la nueva izquierda: la idea de que el poder sabe lo que nos
conviene, el Estado como panóptico que todo lo controla (ingeniería
social), que el proletariado de clase estaba siendo sustituido por la
identidad en la mente izquierdista: negros, mujeres, estudiantes,
homosexuales, el multiculturalismo y el relativismo moral, que la
izquierda, sin discurso, se iba desgastando en una política sin
idealismo. Fin de una narrativa global, de un marco que explicaba
todo, de un sentido de dirección moral.
No hay comentarios:
Publicar un comentario