viernes, 1 de marzo de 2019

Algo va mal, de Tony Judt




              A casi diez años de su muerte y de la publicación de este libro, no puede leerse sin el sentimiento de testamento, de un testamento al que sus herederos no han mucho caso. Ahora puede decirse que Tony Judt (1848 – 2010) fue un historiador y ensayista muy leído, pero más entre la gente de su generación que entre los jóvenes a los que continuamente apela en estas páginas. Muchos de los jóvenes nacidos a la vida pública en esta década han sido atraídos por el canto de sirena del populismo sobre el que Judt prevenía. Es propio de los jóvenes que se inclinen hacia los extremos, el radicalismo es más atractivo y más ‘biológico’ que la moderación. Es esperable que cada generación quiera empezar de nuevo. Así que, probablemente, no le hubiesen sorprendido la victoria de Trump, el Brexit o el ascenso de populistas de izquierda y derecha a los gobiernos en Grecia y en Italia, en Hungría o Polonia. Ninguno de ellos ve como algo valioso las instituciones del bienestar que hemos heredado: los sistemas de salud y la educación pública, la protección contra el desempleo o la previsión para los jubilados.

              Judt hace una breve historia de en qué condiciones se gestó el Estado del Bienestar, tras las dos guerras mundiales, y del consenso socialdemócrata del que en Europa participaban todos los partidos de poder, con menos determinación en Gran Bretaña y en EE UU. Un estado de cosas que se puso en cuestión con la llegada al poder del neoliberalismo representado por Tatcher y Reagan, pero también por Clinton y Blair. Las ideas de la escuela austriaca de entreguerras (von Mises, Hayek, Schumpeter, Popper), que el Estado debía mantenerse alejado de la economía, determinada por el fracaso de la planificación y por el peligro de la extensión del comunismo al resto de Europa, que la tributación alta inhibe el crecimiento, que la regulación ahoga la iniciativa y el espíritu empresarial, fueron devueltas a la actualidad. El mercado libre de trabas, autorregulado, la bajada de impuestos y la iniciativa individual era lo que creaba riqueza y solucionaba los problemas sociales a largo plazo. Por tanto había que desmantelar el Estado interventor, adelgazarlo, y privatizar las empresas públicas para dinamizar la economía tras el traspiés de la crisis del petróleo de 1973. Por el camino se fueron cayendo las ideas y prácticas que habían sustentado tres décadas de prosperidad sin precedentes y que habían disminuido la desigualdad: un Estado previsor basado en un sistema de impuestos progresivos y que practicaba la redistribución. La caída del muro en 1989, y con él sueño de la izquierda del Estado que resuelve injusticias y desigualdades, contribuyó a fortalecer el neoliberalismo y la creencia de que el progreso no tendría fin, todo el mundo podría enriquecerse y la historia había llegado a su fin porque en el horizonte no había alternativa al capitalismo y al sistema político liberal. Pero la crisis, la gran recesión del 2008, puso fin al infundado optimismo. La confianza en las clases dirigentes (políticos y banqueros corruptos, reguladores deshonestos) y el ideal de la derecha de que todo el mundo podría ser rico se vino abajo. La crisis corroyó las instituciones liberales con el consiguiente auge del populismo y el renacer de los nacionalismos. Toni Judt, asaltado por el ELA, no pudo avizorar su fin ni entrever el mundo complejo, dinámico, entre esperanzador y aterrador, que surgía de la ruina económica: la decrepitud de la socialdemocracia, el triunfo de los populismos, la revolución telemática y biotecnológica, la mejora mundial en todos los renglones económicos y en todos los continentes y al tiempo el individualismo oculto y desesperado tras las redes sociales y la amenaza del cambio climático y de la sexta extinción.

             Aunque sí vio los primeros síntomas del nuevo mundo: el aumento de la desigualdad, la precariedad laboral, la depresión y sus patologías: alcoholismo, obesidad, juego, delitos menores y todo lo demás e intuyó uno de los mayores males que nos acechan, asociado a la revolución tecnológica, la superfluidad de gran parte de la población. También le dio tiempo a trazar los errores de lo que él llama la nueva izquierda: la idea de que el poder sabe lo que nos conviene, el Estado como panóptico que todo lo controla (ingeniería social), que el proletariado de clase estaba siendo sustituido por la identidad en la mente izquierdista: negros, mujeres, estudiantes, homosexuales, el multiculturalismo y el relativismo moral, que la izquierda, sin discurso, se iba desgastando en una política sin idealismo. Fin de una narrativa global, de un marco que explicaba todo, de un sentido de dirección moral.


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