“Vea cuán peligrosa es la adquisición de conocimientos y cuánto más feliz es el hombre que acepta su lugar en el mundo en vez de aspirar a ser más de lo que la naturaleza le permitirá jamás”.
La
novela de Mary Shelley no es como yo la imaginaba, influido por el
recuerdo de las películas inspiradas en ella. La atmósfera
romántica la impregna de principio a fin, desde su propia concepción
en la famosa noche veraniega de 1816, en que reunidos los jóvenes
amigos, Byron, Percy y Mary Shelley, Polidori y Claire, conciben
cuentos de terror, hasta las referencias que van apareciendo: el
paisaje de los Alpes, la poesía de Percy B. Shelley o los libros en
que la criatura aprende el saber de los hombres en el cobertizo del
bosque en que se refugia: Las aventuras de Wherter, las Vidas
de Plutarco y El paraíso perdido. Pero es la propia historia
la que transmite el espíritu romántico del tiempo en que fue
creada, el científico que juega con las fuerzas de la naturaleza que
acaba de descubrir, la electricidad con la que da vida al monstruo,
una criatura a la vez Adán, quien exige que se le dé compañía con
una nueva Eva, y Prometeo, una criatura que una y otra vez pide
cuentas a su creador, una criatura nacida buena pero a quien el
contacto con los humanos (el buen salvaje de Rousseau) y el abandono
de su creador trastorna y convierte en malvado a su pesar.
La
historia, siguiendo el modelo cervantino, Mary Shelley había
estudiado a Cervantes y escrito sobre él, está contenida en una
serie de cajas de muñecas rusas, una en el interior de otra.
Comienza con una expedición inglesa a las zonas árticas contada en
unas cartas que un expedicionario londinense, Robert Walton, escribe
a su hermana. Continúa con el relato que el doctor Frankenstein,
recogido entre mares de hielo en medio de una enloquecida persecución
del monstruo, hace a Walton: su familia, sus estudios, sus
investigaciones y el descubrimiento que le lleva a dar vida a una
masa informe pero viva. No explica los detalles del uno y de la otra
pero en la memoria del lector obran las películas que han ido
conformando el imaginario popular sobre Frankenstein, nombre que ya
no se refiere al doctor sino a su criatura. Luego el relato continúa
en la misma voz del monstruo humanizado, con deseos y sentimientos
benignos que se tornan lúgubres cuando su creador le da la espalda.
El doctor y el monstruo aparecen como figuras contrapuestas y
complementarias, la maldad y la bondad, la inocencia y la culpa, la
esperanza y el desasosiego y la venganza que al final les lleva a un
viaje autodestructivo por el mundo, virtudes y defectos que comparten
e intercambian. Dentro del propio relato, como en Don
Quijote, aparecen otras historias intercaladas. Así la de la familia
francesa que huye de París perseguida injustamente por haber ayudado
a escapar de prisión a un turco que se tornará desagradecido con
sus salvadores: el anciano ciego y sus hijos Félix y Agatha y la
‘árabe’ Safie, hija del turco, que deja a su padre para volver
enamorada junto a su amado Félix. De ellos, a través de lo que oye
tras una pared, la criatura aprende a hablar y a leer, a saber lo que
es bueno y lo que es malo, aunque cuando llegue la hora de
presentarse ante ellos confiado, ansiando compañía y afecto, lo
repudiarán por su horrible aspecto. Luego la historia, con su
estructura en forma de quiasmo, vuelve otra vez al doctor, que salta
a Inglaterra, después a una de las islas Orcadas, donde accede a
crear a la compañera que su criatura le exige y a la que finalmente
destruye antes de darle vida, y luego a Irlanda y después por el
océano del ártico tras el monstruo al que quiere destruir. Walton
retomará la palabra para contarle a su hermana por escrito el final
de la historia.
Mary
Shelley se esconde bajo tres narradores, pues, dando a cada uno una
voz diferente. La de Walton, la menos interesante y quizá superflua
en esta historia, es la voz del aventurero melancólico que encara la
derrota de una empresa superior a su carácter, la de la criatura,
voz apasionada de quien tan pronto como descubre el regalo de la vida
se ve deforme y desamparado, odiado por su creador, quien desea verlo
destruido, y la de Victor Frankenstein, el verdadero protagonista del
relato tal como salió de manos de la autora, por eso la novela lleva
su nombre, el creador que sin meditar las consecuencias de sus actos
se abisma en un sentimiento de horror que le impide ver con claridad
cómo solucionar el problema que ha creado.
“Toda la piedad que su belleza podría haber suscitado en los demás fue arrasada por el recuerdo de la enormidad que, se suponía, había cometido”.
Las
muertes que se suceden, salvo la primera y accidental, la de su
hermano William, la de la inocente Susana, acogida huérfana en la
casa del padre, condenada por la justicia, la de Elizabeth, su prima,
que muere en la noche de bodas, la del propio padre consumido por la
pena y la del amigo Henry Clerval, podría decirse que son obra del
propio Frankenstein, por su inacción, por su aturdimiento, por su
incapacidad de escuchar a su criatura.
Mary
Shelley es hija de su tiempo y así lo muestra en su historia. No
sólo del espíritu romántico, su héroe se forma en la vieja
ciencia traspasada de magia, con magos y alquimistas como Agripa,
Paracelso y Alberto Magno aunque desemboque en la nueva ciencia que quiere
descubrir y domeñar las fuerzas de la naturaleza. El relato es una
advertencia sobre ello.
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