sábado, 2 de febrero de 2019

Frankenstein o el moderno Prometeo



Vea cuán peligrosa es la adquisición de conocimientos y cuánto más feliz es el hombre que acepta su lugar en el mundo en vez de aspirar a ser más de lo que la naturaleza le permitirá jamás”.

          La novela de Mary Shelley no es como yo la imaginaba, influido por el recuerdo de las películas inspiradas en ella. La atmósfera romántica la impregna de principio a fin, desde su propia concepción en la famosa noche veraniega de 1816, en que reunidos los jóvenes amigos, Byron, Percy y Mary Shelley, Polidori y Claire, conciben cuentos de terror, hasta las referencias que van apareciendo: el paisaje de los Alpes, la poesía de Percy B. Shelley o los libros en que la criatura aprende el saber de los hombres en el cobertizo del bosque en que se refugia: Las aventuras de Wherter, las Vidas de Plutarco y El paraíso perdido. Pero es la propia historia la que transmite el espíritu romántico del tiempo en que fue creada, el científico que juega con las fuerzas de la naturaleza que acaba de descubrir, la electricidad con la que da vida al monstruo, una criatura a la vez Adán, quien exige que se le dé compañía con una nueva Eva, y Prometeo, una criatura que una y otra vez pide cuentas a su creador, una criatura nacida buena pero a quien el contacto con los humanos (el buen salvaje de Rousseau) y el abandono de su creador trastorna y convierte en malvado a su pesar.

          La historia, siguiendo el modelo cervantino, Mary Shelley había estudiado a Cervantes y escrito sobre él, está contenida en una serie de cajas de muñecas rusas, una en el interior de otra. Comienza con una expedición inglesa a las zonas árticas contada en unas cartas que un expedicionario londinense, Robert Walton, escribe a su hermana. Continúa con el relato que el doctor Frankenstein, recogido entre mares de hielo en medio de una enloquecida persecución del monstruo, hace a Walton: su familia, sus estudios, sus investigaciones y el descubrimiento que le lleva a dar vida a una masa informe pero viva. No explica los detalles del uno y de la otra pero en la memoria del lector obran las películas que han ido conformando el imaginario popular sobre Frankenstein, nombre que ya no se refiere al doctor sino a su criatura. Luego el relato continúa en la misma voz del monstruo humanizado, con deseos y sentimientos benignos que se tornan lúgubres cuando su creador le da la espalda. El doctor y el monstruo aparecen como figuras contrapuestas y complementarias, la maldad y la bondad, la inocencia y la culpa, la esperanza y el desasosiego y la venganza que al final les lleva a un viaje autodestructivo por el mundo, virtudes y defectos que comparten e intercambian. Dentro del propio relato, como en Don Quijote, aparecen otras historias intercaladas. Así la de la familia francesa que huye de París perseguida injustamente por haber ayudado a escapar de prisión a un turco que se tornará desagradecido con sus salvadores: el anciano ciego y sus hijos Félix y Agatha y la ‘árabe’ Safie, hija del turco, que deja a su padre para volver enamorada junto a su amado Félix. De ellos, a través de lo que oye tras una pared, la criatura aprende a hablar y a leer, a saber lo que es bueno y lo que es malo, aunque cuando llegue la hora de presentarse ante ellos confiado, ansiando compañía y afecto, lo repudiarán por su horrible aspecto. Luego la historia, con su estructura en forma de quiasmo, vuelve otra vez al doctor, que salta a Inglaterra, después a una de las islas Orcadas, donde accede a crear a la compañera que su criatura le exige y a la que finalmente destruye antes de darle vida, y luego a Irlanda y después por el océano del ártico tras el monstruo al que quiere destruir. Walton retomará la palabra para contarle a su hermana por escrito el final de la historia.

        Mary Shelley se esconde bajo tres narradores, pues, dando a cada uno una voz diferente. La de Walton, la menos interesante y quizá superflua en esta historia, es la voz del aventurero melancólico que encara la derrota de una empresa superior a su carácter, la de la criatura, voz apasionada de quien tan pronto como descubre el regalo de la vida se ve deforme y desamparado, odiado por su creador, quien desea verlo destruido, y la de Victor Frankenstein, el verdadero protagonista del relato tal como salió de manos de la autora, por eso la novela lleva su nombre, el creador que sin meditar las consecuencias de sus actos se abisma en un sentimiento de horror que le impide ver con claridad cómo solucionar el problema que ha creado. 
“Toda la piedad que su belleza podría haber suscitado en los demás fue arrasada por el recuerdo de la enormidad que, se suponía, había cometido”. 

         Las muertes que se suceden, salvo la primera y accidental, la de su hermano William, la de la inocente Susana, acogida huérfana en la casa del padre, condenada por la justicia, la de Elizabeth, su prima, que muere en la noche de bodas, la del propio padre consumido por la pena y la del amigo Henry Clerval, podría decirse que son obra del propio Frankenstein, por su inacción, por su aturdimiento, por su incapacidad de escuchar a su criatura.

          Mary Shelley es hija de su tiempo y así lo muestra en su historia. No sólo del espíritu romántico, su héroe se forma en la vieja ciencia traspasada de magia, con magos y alquimistas como Agripa, Paracelso y Alberto Magno aunque desemboque en la nueva ciencia que quiere descubrir y domeñar las fuerzas de la naturaleza. El relato es una advertencia sobre ello.


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