lunes, 11 de febrero de 2019

Rachel Cusk


         “¿Alguien podría decir que Rachel Cusck es feminista? Seguramente, sí, pero quién hoy en día no lo es. Las mujeres están en primer plano pero Cusk no expulsa a los hombres del relato. Rachel Cusk tiene una gran habilidad no sé si para captar el habla, para ello debería leerla en inglés, pero sí lo que sucede cuando se habla, cuando conversamos, algo más que eso, los fluidos, los estados de ánimo, las alteraciones psíquicas de los sujetos mientras conversan.

         Se dice que lo que diferencia a un excelso jugador de futbol frente a uno bueno es que después de una jugada eléctrica y creativa aún tiene tiempo, justo delante del portero, para hacer una pausa. Una breve pausa intemporal, gracias a la cual adivina cuál es el punto débil de la posición del portero. De ese modo no falla y mete el gol. Es la impresión que me queda leyendo a Rachel Cusk. Capta la vida en su fluir incesante, las emociones, el trasiego, lo hace mientras sucede, pero detiene el tiempo para hacer la pausa y señalar lo que de veras importa.
Gerard: Aquí la gente no se pasaba el tiempo teniendo que explicarse: una ciudad era una interfaz descifrable, una especie de glosario del comportamiento humano que te ahorraba la mitad del trabajo de decodificación del yo para que pudieras comunicarte eficazmente gracias a una suerte de clave. Donde vivía antes, en el campo, cada individuo era la única representación, muy a menudo ilegible, de sus propias acciones y objetivos.
Jane y el fotoperiodistaDe todos modos, los hilos de atracción que la unían al fotoperiodista, cuidadosamente entretejidos durante los días precedentes, seguían intactos: se echaban vistazos frecuentes, intercambiaban miradas; y otras veces, en cambio, no se miraban en absoluto y dejaban que su cuerpo irradiara conciencia. Se sentía eufórica, llena de confianza, como una novia con su vestido blanco. Varios alumnos se acercaron a elogiar su trabajo, le decían lo mucho que los había ayudado. Pasó una hora; la fiesta empezaba a decaer. Había estado esperando a que el fotoperiodista se acercara a hablar con ella, pero no lo hacía, y a medida que pasaba el tiempo, la convicción de que no se acercaría iba invadiéndola como un escalofrío. Para disipar esa convicción, decidió salir en su búsqueda ella misma: la sensación de euforia y su determinación por conservarla eran más poderosas que la fastidiosa y decepcionante realidad.
Después, el fotoperiodista pagó la cuenta y los dos salieron a la ciudad oscura y cálida. Él propuso ir a un bar. Ya era tan tarde que su búsqueda resultó infructuosa —ninguno de los dos conocía París lo bastante bien—, y se convirtió en un paseo sin rumbo. Caminaban muy juntos, sus brazos a veces se tocaban. Notaba la inmanencia de él, la plenitud de su atención: parecían dirigirse hacia un acuerdo, hacia algo ineludible, sin llegar del todo a alcanzarlo. En un momento dado él dejó de caminar, la agarró del codo y la detuvo en una callejuela oscura, pero solo quería atarse un zapato. Empezó a aguzarse su perspicacia, su conciencia de sí misma: se preguntaba cómo iba a tener lugar la seducción, que un rato antes había visto como una certeza. Se dio cuenta de repente de que él era bastante mayor, la doblaría en edad, probablemente; lo vio meterse furtivamente un caramelito de menta en la boca, como si temiera que ella pudiera encontrarlo desagradable. Su excitación era palpable, pero ocultaba algo fijo e inamovible, una barrera que ella no sabía cómo franquear. Por fin, después de dos horas caminando y charlando, descubrieron que estaban delante de su hotel. Él pasó otros diez minutos hablando torpemente en el vestíbulo; después le dio un beso seco en la mejilla, le deseó buenas noches y se fue a la cama. Ella había ido a su habitación y se había tumbado a mirar el techo en un estado de alerta vibrante y acusadísimo. Después, como ya me había contado, se levantó al alba y salió a pasear sola por la ciudad.
Paula, vecina del sótanoLa mujer, en concreto —se llamaba Paula—, ni se molestó en disimular su opinión. Estará de coña, me dijo muy despacio sin quitarme los ojos de encima. Estábamos en la sala de estar; habíamos dejado atrás un pasillo agobiante, de techo combado y amarillento, desde donde alcancé a entrever por una puerta un dormitorio en cuyo suelo reposaba un colchón bajo un montón de sábanas, mantas mugrientas y botellas vacías. La sala de estar, llena de cosas, recordaba a una cueva; Paula se sentó en un sofá de velvetón marrón. Era una mujer corpulenta, obesa, con una melena gris y áspera a lo garçonne enmarcándole la cara. Su cuerpo grande y flácido tenía un inconfundible poso violento que vislumbré fugazmente cuando se volvió de repente para pegarle un manotazo tremendo al consumido perro —que durante mi visita no había parado de ladrar— y lo envió volando al otro extremo de la habitación.

No hay comentarios: