domingo, 10 de febrero de 2019

Tránsito, de Rachel Cusk



            En la segunda novela de la trilogía, la narradora, tras una ruptura sentimental, se muda de casa y, contra los consejos del agente inmobiliario, escoge vivir en el centro de la ciudad, un un piso de protección socia destartalado, que debe arreglar. La reforma de la casa constituye el elemento de conexión de los relatos que va tejiendo, también el reflejo de los cambios que se están produciendo en su personalidad. Al contratista que le hace el presupuesto le dibuja como un pintor que se plantase ante un paisaje, analizándolo hasta en los últimos detalles. El pintor deja constancia de su baja estatura, de su limitado lenguaje, de sus prejuicios, de su triste vida solitaria. Vive con su madre a las afueras. A medida que el cuadro crece, solapándose con el entrecortado monólogo del contratista, aparecen los vecinos de abajo, una pareja de resentidos jubilados, que golpean con insistencia el techo por el ruido que hacen mientras caminan la narradora y el contratista por el suelo ondulado que es su techo. También entra en el cuadro el patio sucio y desordenado lleno de trastos que pertenece a los vecinos. En la casa del al lado, por contraste, vive una familia modélica, educada, silenciosa, transnacional, con un jardín impoluto y esmerado.

           La narradora se traslada a una ciudad para dar una charla sobre su obra. La recibe el moderador bajo la lluvia, trajeado, atento, servicial, meticuloso. Dos escritores la preceden, dos estilos diferentes de tratar la escritura y la presentación, uno virtuoso de la autoparodia, el otro testigo serio de la amargura del vivir, dos maneras diferentes de ser sinceros, si ello fuese posible, escribe la narradora. El joven amante del primer escritor le contará la historia de su juvenil desorientación. En el mismo episodio hay, pues, varios relatos, pero el lector no deja de estar pendiente del moderador que no abre la boca, porque sabe que acabará por jugar un papel. Y así es, cuando todos se han ido y quedan a solas ante la puerta del hotel: por vez primera la narradora es la paciente de un suceso que no controla, que se le impone. El moderador se abalanza sobre ella y la besa. Pero el lector habrá interpretado mal, porque más adelante hay una llamada y una cita, que no se concreta. Algo que sucede varias veces, citas que no se concretan, personas que se ven pero no se saludan.

           En otro episodio, la narradora se topará en la calle con Gerad, un amor de juventud que no acaba de salir de la adolescencia. La narradora no tiene buena conciencia porque cuando rompió con él lo hizo sin mucha consideración. Ni siquiera leía las cartas que le enviaba. Gerard vivió una temporada en Toronto, donde encontró pareja, Diane. La pareja, frente a lo que suele ser normal, se había consolidado con el descubrimiento de sus propias vulnerabilidades. Gerard había sacado a pasear a la perra de Diane, Trixie, sin collar. La perra, lo que Diane más quería, se escapó y se perdió, lo que no los separó sino que les unió. Las parejas suelen funcionar gracias a la suspensión de la incredulidad, en su caso no era la perfección lo que le unía sino el conocimiento de sus flaquezas. Ahora estaba de vuelta en Londres, con una hija, Clara. Sigue luego el relato en un salón de belleza, con un estilista dicharachero, Dale. Las obras de reforma de la casa siguen su curso a cargo de dos inmigrantes, un albanés, Tony, y un polaco, Pavel. Rachel Cusck imita con gracia el modo entrecortado, sin determinantes, de su hablar inglés. Cada uno tiene una historia que contar. La ira de los vecinos del sótano se va licuando y termina por solidificarse en odio. Paula, la mujer, le grita y le insulta: “Puta zorra”. La narradora se ve impotente para controlar la situación, y lo que es peor cree que han conseguido transmitir parte del odio que sienten por ella a sus vecinos y a los propios trabajadores.

           Sigue la extraordinaria historia entre Jane, una joven y guapa alumna de la narradora, y un famoso fotoperiodista, en la que se describe un proceso de seducción que fracasa pese a la intensidad de la emoción en que cuerpo y mente se implican, porque él es mayor que ella y teme decepcionarla y porque la chica confunde el deseo de ser admirada, como se admira un cuadro en un museo, con el deseo sexual. Amanda, una amiga, es una mujer que cuando ya se le ha pasado la edad creativa se dedica a la moda, mientras sus amigos se están casando. Siempre ha tenido facilidad para relacionarse con hombres, aunque quizá no con los que a ella le hubiesen convenido. Por fin, se le presenta la ocasión con el contratista que le arregla la casa, Gavin, quien ha mantenido relaciones semejantes con otras clientas, pero lo de Gavin no acaba de funcionar. Lleva dos años trabajando en una obra que era para seis semanas, pero él no se acaba de decidir.

            La narradora da una de sus clases de literatura para adultos. Uno de ellos cuenta con rara minuciosidad la caza de una gacela por una jauría de salukis guiados por un halcón hasta abatirla. El hombre ha sabido de la existencia de los saluki por una alemana que conoció en Niza. El saluki, el perro real de Egipto, la casta más antigua de perro domesticado es el más antiguo de los lebreles, desciende de los lobos del desierto de Ara. Es un perro de una disciplina fuera de toda experiencia anterior con perros y requiere un minucioso adiestramiento. Es casa son silenciosos, inmóviles, de una sorprendente humanidad.

           La última escena es una exhibición técnica de la autora. Más que un capítulo es una representación en un escenario: el ser social de la mujer. No es teatral solo en cómo está concebida sino que produce en el lector la sensación de distancia. Uno quiere ver lo que sucede pero sin estar implicado en lo que ocurre, lejos de la ardua y fatigosa vida de madres con hijos. La narradora llega a un lugar al oeste de Londres por curvas carreteras nocturnas de niebla. Es la casa de un primo suyo, Lawrence, que acaba de separarse y ahora ensaya con su nueva pareja, Eloise. La narradora encontrará a dos invitadas más, Gaby y Birgid, más los hijos de todos ellos, todos pequeños, salvo Henrietta, una adolescente hija de Gaby. Se reúnen en una sala alargada, iluminada profusamente por candelas, listos para cenar. Tras la descripción pormenorizada y compasiva de los personajes, vestidos como para acudir a una fiesta de lentejuelas más que a una cena hogareña entre amigos, Lawrence quiere dar cuenta de su reciente afición a la cocina. Les irá presentando platos exóticos y exquisitos. Cada uno de los presentes tendrá su papel, una historia relacionada con parejas separadas con niños. Salvo Birgit, una sueca que se quedó a vivir en Londres cuando siendo adolescente conoció a su marido en la escuela. Desde entonces viven juntos con una niña rebelde, Ella, a la que esa tarde Birgit se ve incapaz de controlar. Gaby ha venido con Henrietta, la adolescente silenciosa y seria de largo pelo rojizo, una cortina sobre sus hombros desnudos, con una falda corta que deja muchas zonas de su cuerpo por cubrir. En medio de la cena Henrietta le dice a Gaby que quiere conocer a su padre. A través de la discusión, la historia de Gaby y sus tres niños saldrá a la luz. Henrietta fue concebida una noche antes de que conociera a su marido con quien después tuvo dos hijos. Henrietta insiste que quiere conocer a su padre, Gaby le dice que su padre es quien la ha cuidado y querido. Discuten, gritan, lloran delante de los demás comensales. Eloisa es una mujer completamente dedicada a sus dos niños a quienes pone por delante de todo. Su carácter va apareciendo en contraste con Susi, una mujer obsesiva en el control de la agenda familiar, la ex mujer de Lawrence. Lawrence intenta que Eloisa se despreocupe de los niños pero no lo consigue. Los niños, mientras tanto, lloran, se pelean y gritan. En esta ocasión la narradora no es un personaje pasivo, atiende a sus hijos por teléfono, tras el cual también se pelean, y luego cuenta la historia del hombre que acaba de conocer. Una historia que el lector ha leído en el capítulo anterior. Y reflexiona sobre el duro papel de las madres con hijos y la despreocupación de los padres, también sobre otros asuntos como el destino y el azar, el poder y la ira. Más el fondo de reformar la casa y ponerse a escribir:
mi decisión de provocar un cambio reformando mi casa había despertado una realidad distinta, como si hubiera molestado a un animal dormido en su guarida. De hecho, había empezado a volverme iracunda. Había empezado a desear el poder, porque ahora comprendía que los demás lo habían tenido siempre, que lo que yo llamaba destino era en realidad la reverberación de su voluntad, un cuento escrito no por un fabulista universal, sino por personas que eludirían la justicia mientras sus acciones fueran recibidas con resignación y no con indignación”.

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