Cuenta
Oliver Sacks en El río de la conciencia que Philip Henry
Gosse, un gran naturalista pero profundamente devoto, estaba dividido
en el debate sobre la evolución humana mediante la selección
natural. Publicó un gran libro, Omphalos, en el que afirmaba
que los fósiles no correspondían a ninguna criatura que hubiese
vivido anteriormente, sino que el Creador los había puesto en las
rocas para censurar nuestra curiosidad. Tal argumento, señala Sacks,
enfureció por igual a zoólogos y teólogos. Gosse enfrentado a lo
que sus ojos veían fue incapaz de sustraerse a los prejuicios que en
él había grabado su fe.
Nos
llama la atención, sonreímos, cuando nos enteramos de que Newton
dedicó más de media vida a la astrología o a los ocultismos de la
naturaleza. ¡Él, el gran hombre que inauguró la ciencia moderna!
Pero en su siglo, ambas la ciencia moderna y la antigua eran inextricables. Y sin embargo, nos llama menos la atención constatar que
en nosotros mismos la creencia sin fundamento baila con la
experiencia contrastada. La mayor parte de las creencias que asumimos
como propias las hemos aprendido de otros, en la escuela, viendo
documentales o leyendo. Nuestra imagen del mundo no se basa en un
conocimiento que hayamos contrastado personalmente, sino que nos
fiamos de lo que nos aseguran aquellos a quienes damos fe.
La
diferencia entre Oliver Sacks y Sergio del Molino es la humildad,
contra lo que pudiera presumirse el humilde es el afamado neurólogo
frente al periodista, el escritor especializado busca razones,
pruebas, experiencias en las que basar sus afirmaciones, al
generalista le basta el estado de ánimo prejuiciado en el momento
que escribe.
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