lunes, 18 de febrero de 2019

Leer El Aleph, de Jorge Luis Borges



           ¿Puede un español de hoy leer y entender un cuento como El Aleph, no un muchado de la ESO o un adolescente de bachillerato, un adulto con estudios de grado? Los cuentos de Borges no son largos, tomados en su conjunto son complejos, leídos línea a línea son accesibles si se leen en formato digital, con acceso a personajes, libros y citas mencionados en cada uno de ellos. Hace falta un elemento más por lo que al entorno se refiere: una paciente lectura, es decir, atención y calma. Cabría decir lo mismo de cualquier clásico, Homero, Cervantes, Dante, Shakespeare. La lectura digitalizada (una actitud), ya sea en papel o en cachivache electrónico, ha introducido en el ánimo la flecha, el espejo y la prisa. Por eso es más fácil leer un mamotreto mágico de 750 páginas que un cuentecillo de Borges. El lector quiere volar sobre las páginas aunque no le lleven a ningún sitio y que el mundo espejee ingrávido sobre ellas. Y sin embargo Borges debería ser el autor del momento. Se aviene a las preocupaciones del tiempo, juguetea con los temas de la ciencia en curso y resbala sobre las cosas como una tabla de surf bajo las olas. Y además es intertextual, como se decía no hace mucho, el paradigma del hiperenlace. ¿Entonces? La prisa, la corrosión de la prisa. La prisa está matando el alma. El lector quiere entender las cosas a la primera y si no puede renuncia a mirarlas de nuevo, a interrogarlas, así que busca alfajores que sacien su necesidad de azúcar en vena. Los autores fáciles y dicharacheros mejor que los complejos, las películas mejor que los libros, las series mejor  que las películas, la cháchara televisiva mejor que una conversación prolongada. El déficit de atención es un síndrome generalizado, una epidemia que no cesa de extenderse.

           En los relatos de El Aleph está el río de la literatura, también de la filosofía y teología, cuyos temas está ahora volteando la ciencia para mostrarlos en el lenguaje de las ecuaciones. Aunque la literatura de Borges es horizontal como se desliza el agua en el cauce de un río, también es vertical en el sentido de rescatar las viejas preocupaciones metafísicas: el destino, la sustancia del tiempo, el infinito y la inmortalidad, la memoria y el olvido o el signo, el emblema o la ecuación que resuma en una fórmula el sentido del universo. También otros temas más propios, más borgeanos: el tema del doble, el del laberinto, el de la cifra que contiene el mundo, la imperdurabilidad de la belleza. Lo que no va a encontrar el lector apresurado es el fácil amor y la lacrimosa tristeza. Borges no se detuvo en el sentimentalismo. Tampoco en el estudio de las pasiones humanas, quizá incomodaban a su carácter y en ese sentido no es profundo al modo de los escritores psicólogos ni cultiva el drama como los grandes clásicos. Prefiere el detalle erudito, el juego de la inteligencia, la sutil metáfora, desenterrar piezas de la sabiduría enterrada, parte de lo que estamos olvidando, quizá esenciales en la definición de lo humano.

           Borges de tan moderno se hace ilegible a la prisa. Adelgaza la prosa de grasa, no sobra nada en sus frases, al contrario, cada una, cada sintagma es un multiplicador de sentido. Solo hace falta ver cuan diversas son las muchas interpretaciones del cuento que da título a la colección de relatos. Cada uno de sus tropos son nuevos, nada que ver con las baratijas repetidas de muchos escritores de hoy, sorprendentes. Si el lector leyese atento no cesaría su asombro. Borges también describe el mundo y hace una pausa, la pausa que exige al lector. Así describe a Droctulft, deslumbrado por la civilización: 
Las guerras lo traen a Ravena y ahí ve algo que no ha visto jamás, o que no ha visto con plenitud. Ve el día y los cipreses y el mármol. Ve un conjunto que es múltiple sin desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y abiertos. Ninguna de esas fábricas (lo sé) lo impresiona por bella; lo tocan como ahora nos tocaría una maquinaria compleja, cuyo fin ignoráramos, pero en cuyo diseño se adivinara una inteligencia inmortal. Quizá le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad. Sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no empezará siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania. Droctulft abandona a los suyos y pelea por Ravena”.


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