“En cualquier gama de la sociabilidad humana hay siempre dos marcas de fuego: la soledad y el sometimiento”. (Luisgé Martín)
La
mañana se asienta sobre el silencio como sucede tras la nevada. Un
manto blanco cubre las superficies, los muros, las calles, los techos
de los coches. La vida está ausente o acurrucada o protegida por
siglos de espesor. Si uno se despereza y se acerca a la ventana, un
remusguillo de satisfacción le sube del estómago: estoy a cubierto,
qué bonito espectáculo, pobres los pobres. El instinto más
primario es buscar refugio, no quedar a la intemperie. El hombre
busca el abrigo de la casa y del grupo, que el grupo sea poderoso
para que abrigue mejor. El segundo instinto básico es el de
pertenencia: la familia, el pueblo, la ciudad, la comunidad. Grande
pero no demasiado porque los recursos son limitados y los beneficios
de pertenencia hay que repartirlos. La comunidad se asienta en un
lugar, un territorio que hace suyo, al que viste de bienes. La
comunidad nos abriga material y espiritualmente, nos protege de
nuestra sustancial debilidad, colma nuestras necesidades, nos
defiende contra quienes nos acosan. El tercer instinto que arraiga en
nosotros son los prejuicios que asumimos con la pertenencia. La
identidad separada, diferente de otras identidades que vemos como
acosadoras, que intuimos como potenciales enemigos. Quieren
arrebatarnos el abrigo del lugar, del trabajo, de las creencias que
la comunidad ha forjado en nosotros.
El silencio de una mañana de
domingo, la inmovilidad de la ciudad, el café calentito a primera
hora, qué mayor signo de civilidad, abrigado por siglos de espesor.
Capas
y capas de espesor. Capas de espesor pueden hacernos creer que ya no
estamos a la intemperie. Nos acercamos a la habitación de los niños
a verificar el movimiento del último sueño. Echamos un rápido
vistazo a los bienes acumulados: la gran pantalla, el parpadeo de la
electrónica, el gran espacio cálido que a través del ventanal mira
a la ladera del monte nevado y al otro lago a las agujas de la
catedral. Capas de espesor, los libros, el cartapacio, la mirada
estática sobre lo estático de más allá, sin necesidad de mirar la
cuenta. Me lo he ganado. La nómina puntual, los compañeros, los
amigos, la aprobación. Las vacaciones, el largo viaje. Ahora, la
mirada del pobre está al otro lado, tendido en la acera, a la puerta
de la iglesia, en el barco que zozobra en el Mediterráneo, en las
riadas humanas que abandonan un territorio para ir a otro. Pobres
necesarios. La última ilusión es la del asentamiento. Merezco lo
que tengo. Eso que veo desde aquí es nuestro, es mío, lo
construyeron mis padres, yo lo he agrandado. Soy imprescindible,
gracias a mí marcha la sociedad, soy inmortal.
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