lunes, 4 de febrero de 2019

A la intemperie



En cualquier gama de la sociabilidad humana hay siempre dos marcas de fuego: la soledad y el sometimiento”. (Luisgé Martín)

         La mañana se asienta sobre el silencio como sucede tras la nevada. Un manto blanco cubre las superficies, los muros, las calles, los techos de los coches. La vida está ausente o acurrucada o protegida por siglos de espesor. Si uno se despereza y se acerca a la ventana, un remusguillo de satisfacción le sube del estómago: estoy a cubierto, qué bonito espectáculo, pobres los pobres. El instinto más primario es buscar refugio, no quedar a la intemperie. El hombre busca el abrigo de la casa y del grupo, que el grupo sea poderoso para que abrigue mejor. El segundo instinto básico es el de pertenencia: la familia, el pueblo, la ciudad, la comunidad. Grande pero no demasiado porque los recursos son limitados y los beneficios de pertenencia hay que repartirlos. La comunidad se asienta en un lugar, un territorio que hace suyo, al que viste de bienes. La comunidad nos abriga material y espiritualmente, nos protege de nuestra sustancial debilidad, colma nuestras necesidades, nos defiende contra quienes nos acosan. El tercer instinto que arraiga en nosotros son los prejuicios que asumimos con la pertenencia. La identidad separada, diferente de otras identidades que vemos como acosadoras, que intuimos como potenciales enemigos. Quieren arrebatarnos el abrigo del lugar, del trabajo, de las creencias que la comunidad ha forjado en nosotros. 

            El silencio de una mañana de domingo, la inmovilidad de la ciudad, el café calentito a primera hora, qué mayor signo de civilidad, abrigado por siglos de espesor.

            Capas y capas de espesor. Capas de espesor pueden hacernos creer que ya no estamos a la intemperie. Nos acercamos a la habitación de los niños a verificar el movimiento del último sueño. Echamos un rápido vistazo a los bienes acumulados: la gran pantalla, el parpadeo de la electrónica, el gran espacio cálido que a través del ventanal mira a la ladera del monte nevado y al otro lago a las agujas de la catedral. Capas de espesor, los libros, el cartapacio, la mirada estática sobre lo estático de más allá, sin necesidad de mirar la cuenta. Me lo he ganado. La nómina puntual, los compañeros, los amigos, la aprobación. Las vacaciones, el largo viaje. Ahora, la mirada del pobre está al otro lado, tendido en la acera, a la puerta de la iglesia, en el barco que zozobra en el Mediterráneo, en las riadas humanas que abandonan un territorio para ir a otro. Pobres necesarios. La última ilusión es la del asentamiento. Merezco lo que tengo. Eso que veo desde aquí es nuestro, es mío, lo construyeron mis padres, yo lo he agrandado. Soy imprescindible, gracias a mí marcha la sociedad, soy inmortal.


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